sábado, 28 de julio de 2012

la lluvia

V
nunca di demasiado crédito al aura de las cosas o a las energías que manan de la tierra y los seres vivos. en cuestiones extrasensoriales siempre he sido bastante corto de vista, condición que se somatiza en una incipiente miopía ocular que oculto tras cristales rayados. aquella misma sala que había fallado en impresionarme cuando nos conocimos, mostraba su verdadero olor, el olor a fierro y óxido. ese efluvio de las moscas carroñeras que beben hasta regurgitar, el de la sangre.

al entrar, llevaba conmigo unas radiografías, una historia del paciente y algunas hojas que se antojaban más a códigos de programación que a resultados médicos. Vargas me las quitó de la mano como el truco de sacar el mantel de la mesa sin tirar la vajilla. sentí ganas de aplaudir al prestidigitador. se los entregó al cirujano más cercano, quien rápidamente explicó los tres sencillos procesos que le permitirían desentenderse del caso. arrancó con una pregunta.

- ¿ya lo vio el neurocirujano? él debe verlo primero para descartar daño cerebral. luego tienen (alguien) que suturarle la cabeza, después de corroborar que no haya fractura. por último es necesario que transcurra suficiente tiempo como para que mi turno termine y pueda irme al carajo.

esta última parte la inferí de una rápida mirada a su reloj y una sonrisa reprimida al nacer. antes de poder preguntar dónde quedaba, me señaló el buró de neurocirugía. un espacio de dos metros por tres, ubicado en la esquina suroccidental de la sala, en donde se encontraba un escritorio desierto. ofrecí mi suéter, pero papá rehusó vestirlo. quizás en un arranque de lucidez, se resignó a ser víctima de sí mismo, pero nunca de la moda. ¿y el doctor? más que una respuesta, lo que salió de su boca fue una profundísima reflexión acerca del existencialismo: "si no está ahí, no sé".

arrastrando la camilla Vargas, empujándola yo, nos acercamos a la esquina en donde debíamos esperar al galeno. realicé las típicas preguntas del caso: que si, señora, lleva mucho esperando, que si no le han dicho nada, que si en cuánto tiempo, más o menos, que si a dónde se metió Morillo. "dijo que iba a dar una vuelta ver si encontraba al médico", mintió en voz alta Vargas. luego, en voz bajísima, me advirtió que la preocupación por un familiar o allegado, puede volver a una mujer soltera (o pronta a serlo) blanco fácil para un paramédico con la correcta proporción entre altura y peso, eso que llaman atlético. "la labia es obligatoria, aunque hay unas que vienen para acá a ver qué pescan", me confesó.

mi batería había engrosado la lista histórica de fallecidos en aquella sala de emergencias. sin último suspiro, sin despedida triunfal, simplemente exhaló su último electrón y murió. el teléfono, como los cuerpos sin corazón, se apagó y con él mi contacto con el exterior. por enésima ocasión, papá hizo un esfuerzo terrible por incorporarse y casi lo logra. al colocar mi mano sobre el hombro derecho para evitar su victoria, me vio como si de alguna manera yo disfrutase aniquilando su hombría un intento a la vez.

palabras consonantes siguieron a aquella mirada de violento desprecio. me observó y preguntó cuál era mi motivación. no capté bien, pero algo entendí. así como hacen los imbéciles, contesté con preguntas:

- ¿cuál motivación? ¿que por qué estoy aquí?
- ajá, ésa, exactamente, es la pregunta, que esto, que lo otro.
- porque tú eres mi papá - dije sin mucha convicción.
- ah, tu papá. ¿siempre?

hice un gesto de fastidio y no contesté. "ésa, exactamente, es la pregunta", sentenció. supuse, tras minutos de análisis, que sí, que siempre. que aunque no lo soportase, lo quería y que por eso me mantenía a su lado en lugar de volver a casa. si me preguntan, una conclusión bastante autoindulgente de mi parte. seguramente algún fin oculto tendría y ésta debía ser mi manera de vengarme de él, de restregarle en la cara que no somos iguales. no lo sé. eran Pedro y las circunstancias contra mí.

Vargas se había esfumado sin dejar rastro. su cara de pared blanca, normal, no memorable y su andar sin señas particulares, a no ser por su vocación de socorrista, habrían hecho de él el ninja perfecto. sin avisar, con total eficacia, desapareció después de haberse matado de aburrimiento. ¿éramos, entonces, Pedro y yo contra las ciscunstancias? tampoco supe. no me importó establecer localías en un partido que claramente jugaba de visitante, en inferioridad numérica y con un espíritu fatigado.

papá no facilitaba nada nunca y ahora no sería el momento de comenzar. repetía hasta el cansancio, mi cansancio, que se quería ir y preguntaba por su bermuda, el regalo de Sofía y Juan Andrés. le respondí decenas de veces que estaba mojado, que lo dejáramos un rato a ver si se secaba. nada. trataba de quitarse el catéter de la vejiga y algo de orine me salpicó. la camilla se zarandeaba como el statu quo al ritmo reaccionario del punk inglés de los 70's. la puta que lo parió. en algún compás, no me queda claro en cuál, descubrí que mi espíritu no estaba fatigado, sino hecho de vidrio y se rompió.

logré resucitar por segundos el teléfono y llamé a Iván. necesitaba un respiro. con las palabras "por favor" le ordené que mintiera, que acosara, que hiciera lo necesario y lo imposible por entrar. él, que siempre ha tenido facilidad para encontrar la grieta en la piedra, logró sortear al guardia de la puerta. salí del cuarto y con la excusa de los paramédicos perdidos, recorrí el hospital buscando aire. con la boca seca y una sed bestial, sólo encontré agua y la estaba derramando por los ojos.

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