jueves, 26 de julio de 2012

la lluvia

IV
estando en aquel bunker salido de las entrañas de la guerra fría, conocido como el sótano 3 del hospital miguel pérez carreño, me llamó Manuelito. los bomberos me preguntaron asombrados si tenía señal. asentí sin prestarles mucha atención. como hermano mayor, Manuelito debía estar al tanto de los pormenores del caso, sobre todo después de haber sido informado por mamá con datos desordenados y poco claros. en realidad ni yo sabía exactamente qué hacía allí. no tenía idea de cuándo ni cómo, exactamente, mi sábado de reencuentro con amigos y de mojarme en la lluvia como hacía cuando niño, se había convertido en una versión libre de la divina comedia. si dante era guiado por virgilio y su razón, a mí beatríz (la fe) me llevaba a empellones, un paso a la vez.

caminé tras la camilla como quien va tras un camión de mangos, pendiente por si algo cae. al llegar al ascensor quise adelantarme y apretar el botón de llamada, pero la pintura pelada de la puerta me hizo advertir que éste era uno de esos modernos elevadores activados por comando de voz y el toque de una monedita sobre el metal de la compuerta. tac-tac-tac-tac, "¡sótano tres con camilla!", gritó Morillo, casi pegando la cara a la rendija. tac-tac-tac-tac. la acción se repitió unas cuatro o cinco veces más. se abrió el ascensor. como era de esperase, venía lleno. inexplicablemente nadie se bajó.

aproveché la parada para examinar mejor al viejo. rapidito, de reojo, furtivo como quien mira un eclipse o a una persona con bocio. en él no logré detallar nada fuera de lo común, excepto por la fina película roja que lo envolvía. estaba bañado en su tinta. calculé como un experto la cantidad de líquido al rededor y me dije que talvez medio litro pudiera haber sido suficiente para obtener aquel grotesco acabado de raspones y sangre seca. Morillo atajó mi mirada y dijo "perdió bastante sangre por la herida de la cabeza. mírame las botas". observé, cerca del pie derecho de papá, un collarín estabilizador que parecía haber sido sumergido en un bowl de fruit punch. pregunté a los paramédicos si con tanta sangre, se deshacían de él.

- no, eso vale mucha plata. lo lavamos con agua hirviendo y bastante cloro. es un peo porque uno termina ahogado. ¿te acuerdas - pregunta a Vargas - del ataque de asma que le dio a (inserte usted acá el nombre que no recuerdo) la otra vez? fue heavy.

ya la espera cumplía quince minutos de edad.

como esos adorables pequeñines que crecen en un abrir y cerrar de ojos para mutar en adolescentes malos e insoportables, los segundos se habían transformado en inmensas y pesadas fracciones de hora. me pregunté si alguien, alguna vez, habría muerto esperando aquel ascensor, suponiendo la respuesta. papá ya no cantaba. en lugar de notas, exhalaba efluvios gástricos y alcohol en spray.  hacía preguntas ininteligibles aderezadas con un "¿es o no es?". "es", le respondí siempre. apreté firmemente su antebrazo, sin saber por qué.

no sé si estuve expuesto a él lo suficiente o si comenzaba a recobrar de algún modo el sentido, pero después de un rato las habladurías del viejo empezaron a tener formas más discernibles. al tiempo que decía que se quería ir, sus movimientos en la camilla se hacían más violentos y repetitivos. fue allí cuando noté que no dejaba de tomarse el hombro derecho, el cual palpaba como si algo le molestase o simplemente quisiera comprobar que aún lo traía puesto. intentó incorporarse pero lo detuve colocando mi mano en su pecho. quédate tranquilo que hay que esperar el ascensor. ya nos vamos. su cara era un limón siendo exprimido. algo le dolía y ni él atinaba a saber qué era. el elevador abrió sus fauces y una otrora reina del barrio se derramaba sobre un taburete.

- ¿a qué piso?
- negra bella - mintió Vargas - vamos al piso uno.

ella sonrió mostrando el chicle entre los dientes.

al abordar aquella caja oscura comprobé que estaba diseñada para albergar, además de la ascensorista, una camilla y tres adultos con el abdomen contraído. un reguetón de marca y modelo genéricos, era provisto por un blackberry enfundado en rosa, propiedad de la mujerona. a pesar del, o quizás gracias al hilo musical, aquel estatismo me sumió en un sopor indeciso y flojo, del que duerme pero no tumba los párpados. ese que papá siempre describió como "un aguevoniamiento muy arrecho". era un sopor escandinavo. el que mata a la gente que se aburre tranquila mientras muere de frío.

salimos del ascensor en lo que juraría era el mismo sótano. una hoja blanca pegada a la pared con  el número uno escrito con premura y bolígrafo azul, me demostraron lo contrario. los bomberos acarrearon la camilla por pasillos infinitos hasta que llegamos a una especie de patio central. la lluvia rezagada venía a morir estrellada en el cemento como en aquella historia hacían las gaviotas en el mar.

dicen que el momento más oscuro de la noche es justo antes del amanecer. mienten. al atravesar el hall de la entrada principal de aquel hospital. pude constatar que hasta la luna había huido de los ventanales para escapar de tanta oscuridad. tres mujeres jóvenes, en cierta medida atractivas, ofrecieron algo a mis acompañantes. Vargas y Morillo, sin aminorar la marcha, sonrieron y prometieron un tal después. no supe qué sacar de todo aquello. no me importó. al llegar hasta emergencias, la sala a donde casi una hora atrás había llegado en busca de un pariente o más bien, una esperanza, noté que las paredes eran diferentes, la gente actuaba distinto. algo en aquella habitación había cambiado terriblemente.

V

No hay comentarios:

Publicar un comentario