jueves, 27 de septiembre de 2012

dios el expendedor


no hace mucho tuve un par de encuentros desafortunados con una máquina expendedora de chucherías, refrescos y otras mariqueritas, que hoy traigo a modo de anécdota. ésta es la trágica historia de un hombre que luchó contra todo y sin embargo, nunca obtuvo lo que realmente anhelaba. la vida y dios se lo negaron.

"ya vengo, voy al piso cuatro a comprarme una manzanita". la había saboreado en mis papilas gustativas durante toda la mañana y necesitaba, de una vez por todas, hacerme con su exquisito sabor. ni uva, ni colita, ni juguitos naturales. mi deseo era una manzanita, o lo que es lo mismo, la felicidad. salí de la oficina, no sin antes presentar mi carnet intransferible al lector electrónico de la puerta. cumplí con los trámites impuestos por la sociedad (en este caso el comité de seguridad laboral) y las láminas de vidrio me abrieron paso. me dirigí al ascensor y pedí el piso 4, por favor. gracias, qué amable. siempre a la orden. hasta luego. todo ello en un monólogo, pues es sabido que nadie, absolutamente nadie, me contesta la cortesía ni embarrada en lindas palabras.

llegué. me dirigí a la máquina mientras buscaba en el bolsillo un billete previa y perfectamente doblado, sin más arrugas de las que pudiese admitir la comerciante electrónica. desdoblé el papel con increíble cuidado, casi con ternura. lo acaricié en mis manos hasta dejarlo impecablemente presentable para la ranura de la máquina. era el juego previo a la introducción del dinero en aquella hermosa canal, estrecha, recién pulida. oh, por dios. ya no pude esperar más. y sí, le metí el billete entero.

hasta acá, todo normal, excepto por el extraño sentido sexual que, lastimosamente, acabo de darle al párrafo anterior. pero es acá donde la trama sufre un giro y se complica, no en términos de la historia, sino de mi existencia. la manzanita, mi manzanita, se hallaba en A15 en el tercer tramo, lo que auguraba una larga caída. no me importó. presioné las teclas A, 1 y 5 y me dispuse a esperar mi alegría. los espirales que mantenían aprisionada la lata de refresco pronto comenzaron a girar hasta liberarla y empujarla en caída libre hacia el precipicio. ¡bang! como si fuese la de newton, la manzana cayó del árbol.

con una sonrisa de 25 de diciembre por la mañana, recogí el envase de felicidad gaseosa y lo sostuve durante un par de segundos en contemplación. cuando halé la pestaña, como todos hubiesen podido esperar, todos menos yo, el líquido salió expulsado con violencia desde las oscuridades de aquel recipiente. empujada por el gas, aquella espuma rabiosa salió a mi encuentro y se abalanzó sobre mi ropa. casi todo el refresco murió estrellado en el piso como un kamikaze burbujeante.

la lata había perdido 75% de su contenido y 100% de su efervescencia. sentí ganas de llorar, pero simplemente maldije hasta la muerte a la madre del conductor que llevó aquel armatoste hasta su actual ubicación. eché a andar con mi dolor a cuestas. en algún lugar del camino lo tiré a la basura y decidí reanudar mi vida. tiempo más tarde, tras días de evitar los refrescos y el dolor de su recuerdo, decidí que era hora de machacar el pasado y sus miedos. esa manzanita sería mía.

con valor, subí al piso 4 para descubrir que el objeto de mi deseo se encontraba en el panel inferior y que la caída post liberación ya no sería un trauma. y en efecto, no fue la caída sino la pepsi light delante del refresco que yo quería y necesitaba lo que me golpeó la moral. así estaban. formadas en fila perfecta. pepsi light, manzanita, manzanita, colita y piña. me pregunté qué clase de dios permitiría tal aberración y grité al cielo sin abrir la boca. rápidamente caí en cuenta que lo único que me separaba de mi meta no era aquella lata de pepsi, sino el don del cálculo y la paciencia. simplemente debía esperar a que alguien tomase aquel refresco indeseado y mi camino estaría libre. estúpido tonto.

eso que llaman timing (cómo detesto esa palabreja) me volvió a joder y cuando pasé a vigilar el status de mi pedido al cielo, la asquerosa pepsi light ya no estaba en inventario pero my precious tampoco. miré al cielo nuevamente preguntando y de allá me respondieron que de eso que yo quería, no había más. al girar la cabeza vi a un niño, el hijo de algún empleado, disfrutar de mi refresco con el ruido que hace la mala educación cuando sorbe.

y entendí. al principio y al final uno tiene sueños, tiene planes, tiene mantras que repite como planas, y de nada sirven. y ojo, no se trata de decir que dios, el destino o la pachamama nos jode y no nos ama. no. cualquiera sea tu ente de confianza, te da lo que tiene y lo que hay, lo que quiere y puede darte y no lo que necesitas tú. lo bueno, dentro de todo, es que a veces y por extrañísimas coincidencias lo que te da y lo que necesitas pudieran ser la misma cosa.

domingo, 23 de septiembre de 2012

la lluvia

XI
no ingresaría, por el resto de la noche, ningún otro herido de proyectil ni malogrados por violencia punzocortante. sí, afectados por golpes caseros y víctimas, como mi padre, de sus propias borracheras. sólo un hombre algo mayor trató de colarse a la sala, pero fue descubierto en su intento por parecer vivo. el cadáver, con dos disparos en la ingle, fue rápidamente enviado a la morgue, supongo. sin dejar rastro, Vargas había desaparecido, quizás por última vez. cuando los familiares reingresaron a la sala a cuidar a sus enfermos, luego de haber sido desalojados por enésima vez, Iván logró entrar con ellos y trajo consigo una bebida energética. la tragué en cuestión de segundos, pero la sed seguía allí, era un fuego y aquello apenas un baldazo de agua turbia. agradecí a mi cuñado de manera sincera y no sin cierta decepción.

por fin hubo tiempo para extraer la sangre de papá y mandar la muestra al laboratorio para la hematología. dos horas, dijeron que tardaría. dos hora más o menos. quizás hasta tres, pero nunca cuatro. bueno, una vez los resultados de un paciente tardaron seis horas por error del laboratorio. pero eso casi nunca pasa. mientras esperamos, la enfermera le pondrá una vía para hidratar al paciente y que se le baje la embriaguez y recupere algo de conciencia. hay que estar pendientes de la posición del brazo, dijo la mujer. debe permanecer inmóvil en tal o cual posición para que el flujo no se vea interrumpido.

papá, como si hubiese escuchado con atención, comenzaría en lo sucesivo a mover su brazo con la rebeldía de un espíritu punk insospechado. con él yo nunca iba a tenerla fácil.

- si quieres que la cosa sea más rápida, lleva tú mismo la muestra hasta el laboratorio.
- está bien - dijo Iván, al tiempo que tomaba el pequeño tubo de ensayo
- ay, hazme un favor. aprovecha y súbeme todas éstas. son siete. le dices a la chica que manda a decir la doctora que te las reciba. le das este papel con la orden.


al caer la primera, me pregunté cuántas gotas habría en aquella bolsa de líquido, cuántas gotas habría en quinientos mililitros. traté estúpidamente de contarlas, pero al llegar a setecientas tres me rendí. a ritmo de una cada dos segundos, ¿cuántas gotas se necesitarían para vaciar la bolsa y el reloj? quise averiguar la cifra que determinaba mi tiempo y ubicación espacial y me entretuve formulando aquel problema matemático y existencial con rudimentarias ecuaciones mentales. repasé los datos una y otra vez y la respuesta fue siempre la misma, exacta e implacable: proporcional a los minutos restantes de estadía, la cantidad de gotas tendía al infinito. días más tarde, recordaría que, aunque todo ese tiempo estuve con Iván, nunca o casi nunca cruzamos palabra.

*
quisiera poder decir que aquellas dos horas transcurrieron sin novedad, que no pensé en nada y que descansé. quisiera. la verdad es que pensé en muchas cosas, más que todo en estupideces y personas. pensar es terrible para la salud. pensar es golpearse el ánimo contra una pared. y no hablo de "pensar en", de aplicar el raciocinio y discernimiento para encontrar soluciones a problemas puntuales, como salir de un pozo, ganar dinero o llegar a un sitio. hablo de "pensar". pensar como recreación ociosa, sin tema o rumbo definido, como esa gente que camina por caminar hasta que se pierde y entra en  pánico. no es de extrañar que esos que etiquetamos como grandes pensadores (en su mayoría), hayan terminado enloquecidos o trastornados y que, independientemente de si gozaron o no de longevidad, tuvieron vidas de mierda, acentuadas por la burla extemporánea del reconocimiento postmorten.
*

me pregunté cuántas gotas habría en aquella bolsa de líquido. cuántas gotas en quinientos mililitros, cuántas gotas debían caer para vaciar la bolsa y el reloj. y nunca supe. aún cuando siempre estuve pendiente de que el goteo fuese continuo y regular, en algún momento esa pequeñísima lluvia se detuvo. di golpecitos al tubo pero, aún cuando la bolsa estaba casi llena, había escampado de forma definitiva. la lluvia fuera de la ventana también amainaba. recurrí a un enfermero y evitando que fuese el gordo de antes, elegí a uno y coloqué mi mano sobre su hombro. el diagnóstico fue inmediato: la vía había sido mal colocada por la enfermera y la solución salina no había entrado al torrente sanguíneo por la vena. se había infiltrado, me dijo, al músculo del antebrazo izquierdo de Pedro que, entre su dolorosa mueca facial y la ficticia hipertrofia muscular del miembro, era más un símil de popeye que mi padre.

dicen que es una situación dolorosa pero gracias a dios, el derrotista gracias a dios, el cerebro de Pedro nunca se percató y fracasó en enviar las señales correspondientes a los receptores sensoriales. hagamos algo, dijo el asistente, vamos a preguntarle a la doctora si el paciente se puede ir o le colocamos la vía nuevamente. que no. dice la doctora que no es necesario, ya se la quitamos para que se pueda ir. pregunté por los resultados de la hematología y me dijo que a las dos. faltaban quince minutos. subí al laboratorio, piso 3, a buscar los resultados en lugar de esperar a que los bajasen. antes de que pudiese decir buenas noches (días), la chica en la ventanilla me dijo que, sin importar lo que me hubiesen dicho abajo, los resultados estarían listos a las dos. no antes. a las dos.

asentí, sin el menor ánimo de insistir en lo contrario. me retiré cuatro pasos hacia atrás y permanecí veinte minutos recostado a una pared, sin moverme en lo absoluto, como si temiese ahuyentar esa calma transitoria. como si se tratase de un cañón, un brazo salió con violencia por la porta sosteniendo un papel. los resultados. ondeé la bandera blanca del agradecimiento pero no recibí respuesta. el cañón simplemente volvió a su escotilla. al volver a la sala de emergencias, entregué cuentas a la doctora y ella las tradujo. muy bien, el conteo de eritrocitos del paciente ha aumentado, al igual que la hemoglobina y otras cosas más que aunque yo no entienda, son geniales para la salud.

este hombre se puede ir de aquí, dijo, no sin antes advertirme que papá debía realizarse algunos exámenes, incluyendo varias radiografías. al día siguiente, cuando mi hermana llevó al viejo a una clínica en la floresta, los rayos x arrojaron saldo de tres costillas rotas y la clavícula derecha fracturada en cuatro partes. las costillas sanan solas, la clavícula necesitaba una operación descrita como una intervención menor. pero eso lo sabríamos luego, no allí. mientras tanto, un enfermero vendría a retirar el catéter de la uretra de Pedro. le quitarían la vía del brazo y básicamente eso sería todo. recibí en mis manos los resultados de todos los exámenes practicados, la historia del paciente, récipes, y algunas recomendaciones médicas. papá podría, con mucha ayuda, ponerse nuevamente sus mugrientos bermudas mojados. era hora de devolver los juguetes prestados, de ubicar a Morillo y a Vargas, los paramédicos que trajeron a papá a este germinador de tristezas que es el hospital Miguel Pérez Carreño.

dejar una camilla de veinte mil bolívares y reclamar unas pertenencias de insignificante valor era la tarea. recorrí el edificio casi en su totalidad, quizás exagero, sin dar con el paradero de los rescatistas. fui y vine. vine y volví preguntando por ellos como quién busca a un mestizo en el caribe, sin señas particulares. en cuestión de cuarenta y cinco minutos, el resultado de mis pesquisas fue la rotunda nada. mi propensión a precipitar mis acciones, me hizo tomar la resolución de abandonar el hospital sin importar dónde quedase la costosa cama rodante. sin más prolegómenos a la huida, pedí a mi cuñado que buscase la camioneta. nos iríamos de allí de inmediato.

empujé la camilla hasta la entrada de emergencias, en donde me esperaba Iván con el motor en marcha. ya todo era cuestión de montar ese trasto inservible que era mi padre en el vehículo que nos llevaría a casa. a lo lejos, vi varias ambulancias estacionadas y decidí, como último recurso, echar un vistazo a ver si alguien sabía del paradero de Morillo o de Vargas. a decir verdad, caminé con la convicción de no encontrar nada. de hecho no recordaba nada de Morillo, excepto que era negro. sí, es algo horrible para decir pero nunca tuve tiempo de estudiar sus facciones. no había avanzado treinta metros cuando a mis espaldas la multitud se estremeció en alarma. al girar mi cuello sobre su eje, vi la camilla en donde segundos antes reposaba Pedro en posición totalmente vertical, mientras algunos corrían a socorrer a mi padre. 

confié a Iván la tarea de preparar al viejo para que, al volver yo, procediéramos a subirlo al vehículo. él fue arrimando a papá hasta una punta de la camilla, mas no contó con el efecto sube y baja que ejercería el peso al trasladarlo hacia un extremo del plano. corrí como hacía mucho no corría, intentando atajar aquel bulto en pleno descalabro y evitar que se prolongase nuestra permanencia allí. todo bajo control. no hubo daños extras. el piso estaba mojado y papá descalzo, así que antes de permitirle bajar de la camilla, sacudí sus pies y le coloqué las medias que recién me había sacado de los zapatos. abrir la puerta del carro y trasladar a Pedro. pan comido. me aseguré de que estuviese bien atado a su asiento y cerré con cuidado. 

eché a andar hacia la ambulancia hasta estar lo suficientemente cerca para descubrir a los dos paramédicos durmiendo dentro del vehículo. toqué el vidrio con los nudillos, con delicadeza al principio, con impaciencia la quinta vez. Morillo entreabrió los ojos y me hizo un gesto de camaradería en la despedida. mientras volvía a bajar las persianas, Morillo golpeó a Vargas en el hombro con el reverso de la mano. el segundo levantó un párpado y bajó el vidrio. tu camilla está allá. y las pertenencias de mi padre dónde, pregunté.

el zombie abrió la parte posterior de la ambulancia, revisó adentro y al salir extendió su mano derecha con un par de sandalias que tomé. también recibí una bolsa plástica de contenido indescifrable de donde manaba una extraña, oscura y viscosa bilis, como si sangrase o se muriera de arrechera. adentro, un sobre de encomiendas con el número telefónico al que Vargas llamó la tarde del día anterior. leí en él el nombre de la hija de la señora Margarita y, sin estudiar demasiado el caso, tiré la bolsa en un bote de basura. me dirigí a la camioneta, abrí la puerta delantera, la del copiloto, y le calcé las sandalias a papá. hizo amago de agradecer, pero cerró la boca, al tiempo que yo cerré la puerta y se quedó dormido.
 
a diferencia de las parábolas, al final no quedan enseñanzas ni redención. ni si quiera una epifanía cursi. al llegar a casa, nada cambió. papá entró a la sala con mi ayuda y también con mi ayuda se sentó en su sillón favorito, donde duerme desde hace años por problemas de espalda. a las 3:42am del 22 de julio de 2012, dio gracias al suelo, casi inaudible, mirándose las magulladuras en las rodillas. de nada, dije con el entusiasmo de quien simplemente completó su obligación lo mejor que pudo. fue la última vez que intercambiamos palabras.

nuevamente, adentro y afuera, comenzó a llover.

sábado, 8 de septiembre de 2012

la lluvia

X
finalmente, tras horas de desesperanza en la espera, nos dirigiríamos a traumatología. Vargas y yo, como compañeros de viaje recurrentes, ya sabíamos el papel que cada uno debía desempeñar para llegar a la sala donde suturarían la cabeza de Pedro. "tú hala, que yo empujo la camilla". una tímida y vaga alegría amenazaba con apropiarse del ánimo, el mío y el de él. pensar en la promesa de que ya casi saldríamos de allí, era tan elevador en el plano metafísico como demoledor en lo real. papá entreabrió los ojos y preguntó que si ya estaba todo listo, que si nos íbamos a casa. falta poco, tuve que mentir, no a él, sino a mí.

las marañas de pasillos a las que ya me había enfrentado antes en el subnivel 3 del hospital, mientras buscaba la unidad de radiología, se repetían calcadas en la planta baja del sanatorio. habían diferencias, eso sí. las paredes no estaban recubiertas con baldosas de cerámica y la iluminación no era mala sino nítida, clara como aquella luz prístina de la que, según cuentan, se originó el mundo. la luz no desvanecía, por el contrario, acentuaba esa sombra que cubre de miedo las cosas.

la roña no era efecto óptico, sino una real y fina película de mugre amarillenta que recubría todo. la claridad permitía mirar, ver, detallar los rastros de sangre en las paredes. el rojo sobre blanco trajo historias innumerables de gente malograda, de llantos y de vidas que fueron muertes. historias, todas ellas yaciendo en los poros del cemento, resistiendo la limpieza de productos abrasivos, historias renuentes a irse con un tozudo "no me olvides".

si papá hubiese estado consciente, ir con los pies por delante le hubiese causado escalofríos. dice la sapiencia popular de esa forma viajan los muertos pero Vargas me aseguró que, según su experiencia, de esa manera el paciente no se marea durante el traslado. cultura general. entramos a través de las puertas batientes y examiné rápidamente el pequeñísimo cuarto de no más de quince metros cuadrados. seis enfermeras en tertulia, tres camillas destartaladas, una de ellas ocupada por el sueño de un doctor de guardia y algunos equipos cuya función desconozco. dejé a pedro estacionado y salí sin que nadie me lo pidiera. moría de sed.

caminé un par de minutos, doblé dos veces a la derecha, una a la izquierda y me vi en un sitio exactamente igual al lugar de donde había partido. ante el temor de perderme nuevamente, regresé sobre mis pasos y decidí sentarme a esperar frente a la sala de traumatología. otra vez la sangre llamó mi atención. la mancha en la pared era rosa, como si llevase mucho tiempo desgastándose allí. era de esas que provienen del roce de algún cuerpo herido, en este caso una mano. se hallaba a medio metro de la puerta, y tres franjas se extendían hasta chocar con el marco, como si el portador se hubiese aferrado a él, cuando lo obligaban a entrar.

recordé una película de terror mediocre para adolescentes en donde el monstruo arrastra a la víctima hasta las fauces de la oscuridad mientras el actor grita líneas cursis y se retuerce de manera inverosímil. la escena me hizo cierta gracia, pero recordé que el monstruo verdadero probablemente era una persona con un bala y un cuchillo, que el paciente sintió dolor, que gritó y lloró, que luchó contra sus propios rescatistas y que talvez murió.

tenía mucha sed y óxido en la garganta. era una esponja inerte y seca, como es resto de las personas allí. mi vecino y su tos estruendosa, pulmones afuera, no aliviaban mi sensación. una madre desgastaba el suelo, yendo y viniendo mientras cargaba a su hijo en brazos, quien sobaba la parte posterior de su cabeza, acusando un golpe y cierto dolor. vomitó sobre el hombro de su madre en una parábola perfecta que logró aterrizar impecable en el suelo sin salpicar a la mujer. como era de esperarse, la madre sonó las alarmas y armó el más comprensible de los escándalos. un guardia de seguridad reaccionó inmediatamente y asiéndola del brazo la hizo pasar a una habitación que, supuse, era un consultorio.

el llanto de la mujer se detuvo con el cierre de la puerta detrás de sí. la tos del hombre a mi lado no. cerré los ojos y recosté mi cabeza en la pared, intentando descansar un poco, recuperar fuerzas, o al menos no malgastarlas. segundos, horas, meses después, cuando desperté, el vómito todavía estaba allí. un ladrido seco me sacudió y me puse nervioso, pues era de esas convulsiones violentas con carraspeos secos que huelen a virus. casi podía saborear la infección. me puse de pie y caminé como lo había hecho la madre.

en mi vaivén, al menos diez minutos después, tropecé con un par de jóvenes enfermeros que contrabandeaban alegría en sus rostros, como quien sabe que la hora más feliz es la hora de salida, o quizás, por el contrario, eran novatos que no habían tenido tiempo de desencantarse de su profesión. incluso evitar el charco de comida infantil que aún reposaba en el pasillo, se convertía en un acto mágico en el que los mozalbetes, tras el salto, aterrizaban de puntillas con la gracia de nijinsky. grand jeté impecable, bravísimo, ovación de pie.

no era una cuestión de maneras u hombría, aquello era más bien una cuestión de júbilo ingenuo y, quién sabe, felicidad. supuse que ellos, los enfermeros alegres, estaban allí por azar meticuloso. ellas y ellos, eran la anomalía sistemática que daba alguna clase de sentido a la maldad que me había, como a muchos otros, llevado allí. eso que a todos emociona y cuyo espíritu enaltece, pensé, no es más que el guiño socarrón de un dieu trompeur con un sentido del humor bastante peculiar.

al salir papá, esta vez con la cabeza por delante, Vargas me informó, nada impresionado, que fueron seis puntos de sutura. sin perder impulso, emprendimos el camino de vuelta a la sala de emergencias, en donde la doctora advirtió, no sin falso optimismo, que sólo una hematología nos separaba de la fuga. eran aproximadamente las once de la noche. nunca miré el reloj pero recuerdo a uno de los enfermeros en la sala de emergencias, el gordo, la diva, la mala educación, la soberbia; decir que a esa hora, en cualquier época del año, infaltable, alguna vaina pasaba.

yo acomodaba a papá, quien se quejaba de la espalda, mientras resollaba como un bisonte en colapso. sus efluvios de alcohol fermentado me subieron el mal sabor de boca que tiene la bilis en la tráquea.

cuando fue preguntado por su nombre, el baleado se defendió con cuatro sílabas: ze-ta-sán-chez. que cuál es tu nombre. que Z, como la letra. el joven había llegado minutos antes, sostenido por un par de policías pero utilizando sus propios pasos. estaba lleno de sangre, pero su vivacidad hacía sospechar que el líquido era de otra fuente. la doctora de siempre, la gochita, se acercó a auscultarlo y con calma preguntó cuál era el síntoma. Z se levantó la franela y dejó ver un impacto de bala en el costado izquierdo donde se supone que va el riñón. el tempo de la conversación aceleró súbitamente para atropellar las pausas. la cirujana cambió su tono por uno más agudo, mientras ella y varios más atendían al recién llegado.

- pero, carajo ¿están regalando balas?
- yo estoy bien, en serio. - con ojos gigantescos, desorbitados - deme un calmante, doctora, y yo me voy.
- vamos a sacarte la bala primero, mi cielo. ¿de dónde vienes?
- de caricuao
- ¿de dónde en caricuao?
- de san pablito

siguieron las preguntas, los policías atendían, uno de ellos anotaba en su libreta y los asistentes hacían su trabajo. apenas sintió la pequeña mano sobre su cuerpo, Z fue furia y pánico. insistía, gritaba que nada había ocurrido, que le dieran un calmante y él se iba, que lo dejaran tranquilo, que no quería llorar. los policías, los enfermeros, los asistentes, siete pares de brazos luchaban por restringir los movimientos de un hombre de no más de un metro setenta de estatura y quizás sesenta kilos de peso. no pudieron.

lo que vino luego fue uno de miles de episodios violentos en donde algún asistente recibe una patada en el pecho y la residente varios arañazos en la cara. “ahí está el de las once” dijo el enfermero gordo desde su silla, sin levantarse.
XI