sábado, 8 de septiembre de 2012

la lluvia

X
finalmente, tras horas de desesperanza en la espera, nos dirigiríamos a traumatología. Vargas y yo, como compañeros de viaje recurrentes, ya sabíamos el papel que cada uno debía desempeñar para llegar a la sala donde suturarían la cabeza de Pedro. "tú hala, que yo empujo la camilla". una tímida y vaga alegría amenazaba con apropiarse del ánimo, el mío y el de él. pensar en la promesa de que ya casi saldríamos de allí, era tan elevador en el plano metafísico como demoledor en lo real. papá entreabrió los ojos y preguntó que si ya estaba todo listo, que si nos íbamos a casa. falta poco, tuve que mentir, no a él, sino a mí.

las marañas de pasillos a las que ya me había enfrentado antes en el subnivel 3 del hospital, mientras buscaba la unidad de radiología, se repetían calcadas en la planta baja del sanatorio. habían diferencias, eso sí. las paredes no estaban recubiertas con baldosas de cerámica y la iluminación no era mala sino nítida, clara como aquella luz prístina de la que, según cuentan, se originó el mundo. la luz no desvanecía, por el contrario, acentuaba esa sombra que cubre de miedo las cosas.

la roña no era efecto óptico, sino una real y fina película de mugre amarillenta que recubría todo. la claridad permitía mirar, ver, detallar los rastros de sangre en las paredes. el rojo sobre blanco trajo historias innumerables de gente malograda, de llantos y de vidas que fueron muertes. historias, todas ellas yaciendo en los poros del cemento, resistiendo la limpieza de productos abrasivos, historias renuentes a irse con un tozudo "no me olvides".

si papá hubiese estado consciente, ir con los pies por delante le hubiese causado escalofríos. dice la sapiencia popular de esa forma viajan los muertos pero Vargas me aseguró que, según su experiencia, de esa manera el paciente no se marea durante el traslado. cultura general. entramos a través de las puertas batientes y examiné rápidamente el pequeñísimo cuarto de no más de quince metros cuadrados. seis enfermeras en tertulia, tres camillas destartaladas, una de ellas ocupada por el sueño de un doctor de guardia y algunos equipos cuya función desconozco. dejé a pedro estacionado y salí sin que nadie me lo pidiera. moría de sed.

caminé un par de minutos, doblé dos veces a la derecha, una a la izquierda y me vi en un sitio exactamente igual al lugar de donde había partido. ante el temor de perderme nuevamente, regresé sobre mis pasos y decidí sentarme a esperar frente a la sala de traumatología. otra vez la sangre llamó mi atención. la mancha en la pared era rosa, como si llevase mucho tiempo desgastándose allí. era de esas que provienen del roce de algún cuerpo herido, en este caso una mano. se hallaba a medio metro de la puerta, y tres franjas se extendían hasta chocar con el marco, como si el portador se hubiese aferrado a él, cuando lo obligaban a entrar.

recordé una película de terror mediocre para adolescentes en donde el monstruo arrastra a la víctima hasta las fauces de la oscuridad mientras el actor grita líneas cursis y se retuerce de manera inverosímil. la escena me hizo cierta gracia, pero recordé que el monstruo verdadero probablemente era una persona con un bala y un cuchillo, que el paciente sintió dolor, que gritó y lloró, que luchó contra sus propios rescatistas y que talvez murió.

tenía mucha sed y óxido en la garganta. era una esponja inerte y seca, como es resto de las personas allí. mi vecino y su tos estruendosa, pulmones afuera, no aliviaban mi sensación. una madre desgastaba el suelo, yendo y viniendo mientras cargaba a su hijo en brazos, quien sobaba la parte posterior de su cabeza, acusando un golpe y cierto dolor. vomitó sobre el hombro de su madre en una parábola perfecta que logró aterrizar impecable en el suelo sin salpicar a la mujer. como era de esperarse, la madre sonó las alarmas y armó el más comprensible de los escándalos. un guardia de seguridad reaccionó inmediatamente y asiéndola del brazo la hizo pasar a una habitación que, supuse, era un consultorio.

el llanto de la mujer se detuvo con el cierre de la puerta detrás de sí. la tos del hombre a mi lado no. cerré los ojos y recosté mi cabeza en la pared, intentando descansar un poco, recuperar fuerzas, o al menos no malgastarlas. segundos, horas, meses después, cuando desperté, el vómito todavía estaba allí. un ladrido seco me sacudió y me puse nervioso, pues era de esas convulsiones violentas con carraspeos secos que huelen a virus. casi podía saborear la infección. me puse de pie y caminé como lo había hecho la madre.

en mi vaivén, al menos diez minutos después, tropecé con un par de jóvenes enfermeros que contrabandeaban alegría en sus rostros, como quien sabe que la hora más feliz es la hora de salida, o quizás, por el contrario, eran novatos que no habían tenido tiempo de desencantarse de su profesión. incluso evitar el charco de comida infantil que aún reposaba en el pasillo, se convertía en un acto mágico en el que los mozalbetes, tras el salto, aterrizaban de puntillas con la gracia de nijinsky. grand jeté impecable, bravísimo, ovación de pie.

no era una cuestión de maneras u hombría, aquello era más bien una cuestión de júbilo ingenuo y, quién sabe, felicidad. supuse que ellos, los enfermeros alegres, estaban allí por azar meticuloso. ellas y ellos, eran la anomalía sistemática que daba alguna clase de sentido a la maldad que me había, como a muchos otros, llevado allí. eso que a todos emociona y cuyo espíritu enaltece, pensé, no es más que el guiño socarrón de un dieu trompeur con un sentido del humor bastante peculiar.

al salir papá, esta vez con la cabeza por delante, Vargas me informó, nada impresionado, que fueron seis puntos de sutura. sin perder impulso, emprendimos el camino de vuelta a la sala de emergencias, en donde la doctora advirtió, no sin falso optimismo, que sólo una hematología nos separaba de la fuga. eran aproximadamente las once de la noche. nunca miré el reloj pero recuerdo a uno de los enfermeros en la sala de emergencias, el gordo, la diva, la mala educación, la soberbia; decir que a esa hora, en cualquier época del año, infaltable, alguna vaina pasaba.

yo acomodaba a papá, quien se quejaba de la espalda, mientras resollaba como un bisonte en colapso. sus efluvios de alcohol fermentado me subieron el mal sabor de boca que tiene la bilis en la tráquea.

cuando fue preguntado por su nombre, el baleado se defendió con cuatro sílabas: ze-ta-sán-chez. que cuál es tu nombre. que Z, como la letra. el joven había llegado minutos antes, sostenido por un par de policías pero utilizando sus propios pasos. estaba lleno de sangre, pero su vivacidad hacía sospechar que el líquido era de otra fuente. la doctora de siempre, la gochita, se acercó a auscultarlo y con calma preguntó cuál era el síntoma. Z se levantó la franela y dejó ver un impacto de bala en el costado izquierdo donde se supone que va el riñón. el tempo de la conversación aceleró súbitamente para atropellar las pausas. la cirujana cambió su tono por uno más agudo, mientras ella y varios más atendían al recién llegado.

- pero, carajo ¿están regalando balas?
- yo estoy bien, en serio. - con ojos gigantescos, desorbitados - deme un calmante, doctora, y yo me voy.
- vamos a sacarte la bala primero, mi cielo. ¿de dónde vienes?
- de caricuao
- ¿de dónde en caricuao?
- de san pablito

siguieron las preguntas, los policías atendían, uno de ellos anotaba en su libreta y los asistentes hacían su trabajo. apenas sintió la pequeña mano sobre su cuerpo, Z fue furia y pánico. insistía, gritaba que nada había ocurrido, que le dieran un calmante y él se iba, que lo dejaran tranquilo, que no quería llorar. los policías, los enfermeros, los asistentes, siete pares de brazos luchaban por restringir los movimientos de un hombre de no más de un metro setenta de estatura y quizás sesenta kilos de peso. no pudieron.

lo que vino luego fue uno de miles de episodios violentos en donde algún asistente recibe una patada en el pecho y la residente varios arañazos en la cara. “ahí está el de las once” dijo el enfermero gordo desde su silla, sin levantarse.
XI

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