domingo, 9 de diciembre de 2012

prosopopeya


una mujer ama su ipod. no la música que en él escucha. ama A su ipod y se enamora de él. le pone nombre. lo acaricia, cuida y limpia regularmente con afecto. nunca sale de casa sin él. sufre cuando algo le sucede y se recrimina cualquier rayón en su hermosa carcasa. jura que nunca más dejará que algo lo hiera. y duerme con él, comparte una cama y lo hace su amante. nada sexual, no malentiendan. se trata del objeto de su afecto, de ese que nunca le traicionará ni dejará. y un día el ipod se daña, no responde. y ella sufre y se siente vacía y se pone irritable. no se pierde, pero no se halla. y llora de rabia.

un hombre se define como periodista cuando le preguntan quién es. orgulloso de sí mismo, todos los días responde: soy ingeniero, soy doctor, soy el padre de, soy bachiller. soy el novio, venezolano. soy hijo de irlandeses. soy un gentilicio, soy mi trabajo y cuanto gano. y un día su trabajo cesa, lo despiden, pero la pregunta sigue siendo "¿quién eres?". se cuestiona cómo algo puede terminar así, de buenas a primeras. que más allá de la liquidación monetaria y de la causal de despido, no existen ni causas ni consecuencias. si él es gente y es su trabajo, entonces su trabajo es gente. ¿sí, no? pero la gente no se muere porque sí. el universo tiene que ser más grande y complejo. la gente no deja de existir y ya. todo es un proceso, o debería. debería, pero no. y se da cuenta de que su trabajo no es gente, que ese ente que lo definió desde hace años, que ese aura que es la profesión, que esa humanidad que lo recubría no es tal. que si su trabajo no es humano, por definición (de hecho, por carecer de ella), él tampoco lo es. y va y salta a las vías del metro.

en un cuarto un bombillo se quema solo. inexplicablemente mi clave de acceso no responde y, no sé desde cuándo, al parecer aquel reloj dejó de marcar horas. en una calle cualquiera un carro nuevo ya no anda, mientras rosas tristes mueren en un vaso. el semáforo en la avenida ya no da pausa ni da paso. en un corazón un sentimiento nace y otro mata. en una escarpada montaña, una cuerda resistente se rompe y alguien cae al vacío. su casco no funciona. un plato se escapa mientras alguien lo enjabona. 17% de las veces un preservativo no protege y, cuando el deadline se acerca, 35% de los archivos informáticos se borran. la señal satelital se va sin avisar en un día soleado, la lluvia cae e insiste en estrellarse. un órgano colapsa. un puente también. su tacón izquierdo cede mientras ella está sentada sin siquiera haber apoyado el pie. se oxida lo inoxidable. un techo sucumbe a pesar de la arquitectura. todos los días nacen para acabarse otra vez. y sólo entonces lo sabes y ellas también.

las cosas mueren al descubrir que no son humanas.




sábado, 13 de octubre de 2012

un día cualquiera

5:05am. la gente amaneció sintiéndose parte de algo grande. tras años de entrenamiento, seríamos puestos a prueba. hoy es el día, pensé. es el día para que pase lo que tenga que pasar.

había ansiedad en la cola. los cuellos rompían filas, se asomaban, se estiraban, para ver si aún cuando eran apenas las cinco, algo distinto ocurría adelante. "cuídeme el puesto, voy a ver". "dejé el paraguas, ya vengo". cosas que dice la gente. mientras le guardaba el puesto a la señora delante de mí, me di cuenta de que había dejado el libro que me acompañaría durante la mañana y, aunque mi casa no estaba lejos y sabía con certeza que lo había olvidado junto a la cama, decidí quedarme en mi sitio. aquel 7 de octubre no quise perderme de nada. la expectación era grande y se sentía en la calle.

no diré que la gente salió a votar con alegría y a sentirse parte de la mal llamada fiesta electoral, pues por especial que fuese el día, seguía siendo un domingo en la madrugada. en medio del sueño perdido, bostezos, lagañas y la dejadez de las horas, unos esperaban cambiar algo y otros simplemente que el esfuerzo no les alcanzase a los primeros. en todo momento la gente se miraba y se estudiaba. cada uno analizaba su entorno, sus compañeros de fila y esperaba antes de hablar. nadie llevaba marcas. ¿tú eres chavista o escuálido? se preguntaban con los ojos. todos querían compartir algo de ese momento histórico, pero no enfrascarse en batallas fútiles. claro está que si la situación lo ameritase, se atacarían y defenderían con el verbo y la acción. fue así como se dio inicio oficial a las conversaciones genéricas acerca del clima, la hora y las várices que genera estar mucho tiempo de pie. con precaución esquivaban el tema que los trajo allí: la política.

por enésima vez pasó el camión con el sonido de la diana militar y la voz del candidato. no muy cerca del centro, pero lo suficiente como para dejarse escuchar. el tópico estaba servido. se miraron a la cara y les fue imposible no hablar del tabú autoimpuesto. con increíble maestría se adentraron en el tema como quien se introduce en una bañera de agua helada: muy, muy despacio. al observar la poca presencia de jóvenes en la fila, alguien lanzó una decepción: "los hijos no se dan cuenta hasta que son padres. la mía tiene 25 años y no se quiso venir. dice que vota más tarde". un interlocutor sonrió y contó también su propia anécdota. parecían divertirse. extrañaban poder conversar con un desconocido.

yo por mi parte, y debido a mi aversión a interactuar con gente en las colas, fuera cual fuere su naturaleza (banco, metrobus, etc.), no hice contacto visual con nadie por más de 2 segundos y buscaba entretenerme con cualquier cosa. noté, por ejemplo, que la gente se nos unía a razón de 100 personas cada 15 minutos y que el venezolano no hace colas, sino que se aglomera. calculé que en cada metro cuadrado se juntaban aproximadamente 5 personas por lo que, si mi fórmula era correcta, tenía unas 125 personas por delante. esa cifra ascendería a 250 ó 300 más tarde, cuando llegaron los familiares rezagados que enviaron al cabeza de familia a guardar los puestos. a las 5:55 de la mañana la luz tenue facilitaba la lectura a aquellos que no olvidaron al compañero en la cama, mientras el calor comenzaba a abrasar a fuego lento.

los vendedores de café iban y venían. los vecinos de toda la vida se reencontraban y hablaban a gritos como de balcón a balcón. los paseantes escudriñaban en las colas y saludaban con ese gesto de quijada al encontrar conocidos entre la muchedumbre. épale, ¿qué hubo? todo bien. las guacamayas, ajenas a todo, daban los buenos días a caracas con su canto. se posaban en los tendederos de los edificios cercanos para tostarse al sol. comprendí que la vida estaba tres pisos por encima de todo en aquella cola, que a nivel de piso solo hay presente y que el futuro hay que plantarlo en una urna de cartón.

en este centro siempre empiezan a las 8, dijo una mujer de aspecto nórdico, además acá hay mucho viejito y la cosa tarda más. me habló y la escuché sin atreverme a prestar total atención, las conversaciónes se solapaban, aparecieron los primeros secretos a voces, los yo conozco a un vecino que tiene un amigo.... la fila de gente se despertó alebrestada. el rumor de la ciudad, como metáfora de inseguridad, desempleo y falta de viviendas, hizo necesario elevar las voces. eran las 6:20am y aún no abrían el centro, pues faltaban dos miembros en una de las mesas. llegaron tarde en un guiño a eso que deseábamos acabar: el abuso, la impuntualidad, la caradura. si bien éste es un problema social más que político, como dicen por ahí, da pa' todo.

dentro del liceo nada, pero afuera ya se habían constituido las mesas de los vendedores. al café ahora lo acompañan cachapas, tizanas, tortas, manzanillas, jugos, arepas y hasta avena. si algo tenemos es ese ojo avisor de oportunidades de emprendimiento. una cachapa por 20 mil, 2 por 30. una ganga. proseguí en el estudio de esa fauna que son mis compatriotas. unos iban ataviados como para una boda, otros andaban con la moda de las playas sin la arena. los que no, la mayoría, iban vestidos con atuendos deportivos como ouput para sacar rivalidades. mis leones derrotan a tu navegantes,  tiburones pa' encima, la vinotinto es de todos, comemos tigres, comemos leones, águilas... ¡viva trotamundos! ¡viva mineros de guayana! ¡viva chávez! - epa, no puedes decir eso - yo digo endy chávez. qué gran pelotero.

a las 6:32am abrieron la puerta y comenzamos a pasar pero muy despacito. me encontraba a 25 metros de la puerta y entré a las 8:10am. 180 minutos de cola no son algo del otro mundo, pero adentro me esperaban todavía dos horas más de jugar a la oveja pastoreada. nos hicieron pasar a una cancha deportiva en donde militares con mala cara daban órdenes a civiles, mientras nos formaban en filas desiguales. recordé esas películas del holocausto y reí por lo ridícula de la comparación. el resto fueron cositas de la mala suerte: me tocó compartir con los típicos chistosos que gritan cuando hablan, los que intentan colearse, también los que se quejan para drenarse empañando el ánimo de los demás. todo un compendio de ejemplos de viveza criolla y arquetipos de nuestra ciudadanía. mi mesa, típico, avanzaba mucho más lento que las demás, lo que me permitió apreciar que el patio de espera era un monumento a la toxoplasmosis: un mierdero de gatos y aves. destaco: en esa cancha juegan y hacen deporte tus hijos y los de la comunidad.

una hora más tarde, yo seguía en el mismo sitio cuando la gente afuera exclamaba "queremos votar". sin ánimos de hablar del CNE o de la forma de sufragar, el proceso de votación más moderno del mundo es asquerosamente lento. los miembros y testigos no estaban del todo preparados, fueron descorteses y groseros. la señora que votaba justo antes de mí tuvo problemas con la huella y la solución al hecho tardó más de 10 minutos. cuando por fin nada se interpuso entre la máquina y yo pude votar. 5 horas de espera para ejercer el voto y recorrer la herradura electoral en 9 segundos.

a las 10:32am me dirigía a casa con la esperanza, no, la certeza de que aquella manera de hacer las cosas cambiaría. en un acto de habla decreté que nunca más volvería a sufrir los embates de la venezolanidad administrativa y que como yo, millones de venezolanos nos habíamos hartado de padecer a costa del honor de ostentar este hermoso gentilicio. con una sonrisa y la satisfacción del deber cumplido, volví a casa. lo que vino después ya ustedes lo leyeron y escucharon. algarabías, tristezas, plomo al aire, la crápula y el llanto. una gran cagada.

sea que nos hallemos en la embriaguez de la victoria o en el sopor de la derrota, plantear aquella fecha como un final y no un comienzo es negación ensordecedora que solo podremos acallar si escuchamos con detenimiento, si dejamos de reír y llorar un momento. nos cansamos de hacer la misma cola mil veces en aquel patio inmundo, sí, pero no es tiempo de hacer maletas ni acostarnos a esperar. tan solo una pausa, un respiro para entender que si verdaderamente tratamos con atención, podremos oír el click del engranaje que recién hemos puesto en marcha.

jueves, 27 de septiembre de 2012

dios el expendedor


no hace mucho tuve un par de encuentros desafortunados con una máquina expendedora de chucherías, refrescos y otras mariqueritas, que hoy traigo a modo de anécdota. ésta es la trágica historia de un hombre que luchó contra todo y sin embargo, nunca obtuvo lo que realmente anhelaba. la vida y dios se lo negaron.

"ya vengo, voy al piso cuatro a comprarme una manzanita". la había saboreado en mis papilas gustativas durante toda la mañana y necesitaba, de una vez por todas, hacerme con su exquisito sabor. ni uva, ni colita, ni juguitos naturales. mi deseo era una manzanita, o lo que es lo mismo, la felicidad. salí de la oficina, no sin antes presentar mi carnet intransferible al lector electrónico de la puerta. cumplí con los trámites impuestos por la sociedad (en este caso el comité de seguridad laboral) y las láminas de vidrio me abrieron paso. me dirigí al ascensor y pedí el piso 4, por favor. gracias, qué amable. siempre a la orden. hasta luego. todo ello en un monólogo, pues es sabido que nadie, absolutamente nadie, me contesta la cortesía ni embarrada en lindas palabras.

llegué. me dirigí a la máquina mientras buscaba en el bolsillo un billete previa y perfectamente doblado, sin más arrugas de las que pudiese admitir la comerciante electrónica. desdoblé el papel con increíble cuidado, casi con ternura. lo acaricié en mis manos hasta dejarlo impecablemente presentable para la ranura de la máquina. era el juego previo a la introducción del dinero en aquella hermosa canal, estrecha, recién pulida. oh, por dios. ya no pude esperar más. y sí, le metí el billete entero.

hasta acá, todo normal, excepto por el extraño sentido sexual que, lastimosamente, acabo de darle al párrafo anterior. pero es acá donde la trama sufre un giro y se complica, no en términos de la historia, sino de mi existencia. la manzanita, mi manzanita, se hallaba en A15 en el tercer tramo, lo que auguraba una larga caída. no me importó. presioné las teclas A, 1 y 5 y me dispuse a esperar mi alegría. los espirales que mantenían aprisionada la lata de refresco pronto comenzaron a girar hasta liberarla y empujarla en caída libre hacia el precipicio. ¡bang! como si fuese la de newton, la manzana cayó del árbol.

con una sonrisa de 25 de diciembre por la mañana, recogí el envase de felicidad gaseosa y lo sostuve durante un par de segundos en contemplación. cuando halé la pestaña, como todos hubiesen podido esperar, todos menos yo, el líquido salió expulsado con violencia desde las oscuridades de aquel recipiente. empujada por el gas, aquella espuma rabiosa salió a mi encuentro y se abalanzó sobre mi ropa. casi todo el refresco murió estrellado en el piso como un kamikaze burbujeante.

la lata había perdido 75% de su contenido y 100% de su efervescencia. sentí ganas de llorar, pero simplemente maldije hasta la muerte a la madre del conductor que llevó aquel armatoste hasta su actual ubicación. eché a andar con mi dolor a cuestas. en algún lugar del camino lo tiré a la basura y decidí reanudar mi vida. tiempo más tarde, tras días de evitar los refrescos y el dolor de su recuerdo, decidí que era hora de machacar el pasado y sus miedos. esa manzanita sería mía.

con valor, subí al piso 4 para descubrir que el objeto de mi deseo se encontraba en el panel inferior y que la caída post liberación ya no sería un trauma. y en efecto, no fue la caída sino la pepsi light delante del refresco que yo quería y necesitaba lo que me golpeó la moral. así estaban. formadas en fila perfecta. pepsi light, manzanita, manzanita, colita y piña. me pregunté qué clase de dios permitiría tal aberración y grité al cielo sin abrir la boca. rápidamente caí en cuenta que lo único que me separaba de mi meta no era aquella lata de pepsi, sino el don del cálculo y la paciencia. simplemente debía esperar a que alguien tomase aquel refresco indeseado y mi camino estaría libre. estúpido tonto.

eso que llaman timing (cómo detesto esa palabreja) me volvió a joder y cuando pasé a vigilar el status de mi pedido al cielo, la asquerosa pepsi light ya no estaba en inventario pero my precious tampoco. miré al cielo nuevamente preguntando y de allá me respondieron que de eso que yo quería, no había más. al girar la cabeza vi a un niño, el hijo de algún empleado, disfrutar de mi refresco con el ruido que hace la mala educación cuando sorbe.

y entendí. al principio y al final uno tiene sueños, tiene planes, tiene mantras que repite como planas, y de nada sirven. y ojo, no se trata de decir que dios, el destino o la pachamama nos jode y no nos ama. no. cualquiera sea tu ente de confianza, te da lo que tiene y lo que hay, lo que quiere y puede darte y no lo que necesitas tú. lo bueno, dentro de todo, es que a veces y por extrañísimas coincidencias lo que te da y lo que necesitas pudieran ser la misma cosa.

domingo, 23 de septiembre de 2012

la lluvia

XI
no ingresaría, por el resto de la noche, ningún otro herido de proyectil ni malogrados por violencia punzocortante. sí, afectados por golpes caseros y víctimas, como mi padre, de sus propias borracheras. sólo un hombre algo mayor trató de colarse a la sala, pero fue descubierto en su intento por parecer vivo. el cadáver, con dos disparos en la ingle, fue rápidamente enviado a la morgue, supongo. sin dejar rastro, Vargas había desaparecido, quizás por última vez. cuando los familiares reingresaron a la sala a cuidar a sus enfermos, luego de haber sido desalojados por enésima vez, Iván logró entrar con ellos y trajo consigo una bebida energética. la tragué en cuestión de segundos, pero la sed seguía allí, era un fuego y aquello apenas un baldazo de agua turbia. agradecí a mi cuñado de manera sincera y no sin cierta decepción.

por fin hubo tiempo para extraer la sangre de papá y mandar la muestra al laboratorio para la hematología. dos horas, dijeron que tardaría. dos hora más o menos. quizás hasta tres, pero nunca cuatro. bueno, una vez los resultados de un paciente tardaron seis horas por error del laboratorio. pero eso casi nunca pasa. mientras esperamos, la enfermera le pondrá una vía para hidratar al paciente y que se le baje la embriaguez y recupere algo de conciencia. hay que estar pendientes de la posición del brazo, dijo la mujer. debe permanecer inmóvil en tal o cual posición para que el flujo no se vea interrumpido.

papá, como si hubiese escuchado con atención, comenzaría en lo sucesivo a mover su brazo con la rebeldía de un espíritu punk insospechado. con él yo nunca iba a tenerla fácil.

- si quieres que la cosa sea más rápida, lleva tú mismo la muestra hasta el laboratorio.
- está bien - dijo Iván, al tiempo que tomaba el pequeño tubo de ensayo
- ay, hazme un favor. aprovecha y súbeme todas éstas. son siete. le dices a la chica que manda a decir la doctora que te las reciba. le das este papel con la orden.


al caer la primera, me pregunté cuántas gotas habría en aquella bolsa de líquido, cuántas gotas habría en quinientos mililitros. traté estúpidamente de contarlas, pero al llegar a setecientas tres me rendí. a ritmo de una cada dos segundos, ¿cuántas gotas se necesitarían para vaciar la bolsa y el reloj? quise averiguar la cifra que determinaba mi tiempo y ubicación espacial y me entretuve formulando aquel problema matemático y existencial con rudimentarias ecuaciones mentales. repasé los datos una y otra vez y la respuesta fue siempre la misma, exacta e implacable: proporcional a los minutos restantes de estadía, la cantidad de gotas tendía al infinito. días más tarde, recordaría que, aunque todo ese tiempo estuve con Iván, nunca o casi nunca cruzamos palabra.

*
quisiera poder decir que aquellas dos horas transcurrieron sin novedad, que no pensé en nada y que descansé. quisiera. la verdad es que pensé en muchas cosas, más que todo en estupideces y personas. pensar es terrible para la salud. pensar es golpearse el ánimo contra una pared. y no hablo de "pensar en", de aplicar el raciocinio y discernimiento para encontrar soluciones a problemas puntuales, como salir de un pozo, ganar dinero o llegar a un sitio. hablo de "pensar". pensar como recreación ociosa, sin tema o rumbo definido, como esa gente que camina por caminar hasta que se pierde y entra en  pánico. no es de extrañar que esos que etiquetamos como grandes pensadores (en su mayoría), hayan terminado enloquecidos o trastornados y que, independientemente de si gozaron o no de longevidad, tuvieron vidas de mierda, acentuadas por la burla extemporánea del reconocimiento postmorten.
*

me pregunté cuántas gotas habría en aquella bolsa de líquido. cuántas gotas en quinientos mililitros, cuántas gotas debían caer para vaciar la bolsa y el reloj. y nunca supe. aún cuando siempre estuve pendiente de que el goteo fuese continuo y regular, en algún momento esa pequeñísima lluvia se detuvo. di golpecitos al tubo pero, aún cuando la bolsa estaba casi llena, había escampado de forma definitiva. la lluvia fuera de la ventana también amainaba. recurrí a un enfermero y evitando que fuese el gordo de antes, elegí a uno y coloqué mi mano sobre su hombro. el diagnóstico fue inmediato: la vía había sido mal colocada por la enfermera y la solución salina no había entrado al torrente sanguíneo por la vena. se había infiltrado, me dijo, al músculo del antebrazo izquierdo de Pedro que, entre su dolorosa mueca facial y la ficticia hipertrofia muscular del miembro, era más un símil de popeye que mi padre.

dicen que es una situación dolorosa pero gracias a dios, el derrotista gracias a dios, el cerebro de Pedro nunca se percató y fracasó en enviar las señales correspondientes a los receptores sensoriales. hagamos algo, dijo el asistente, vamos a preguntarle a la doctora si el paciente se puede ir o le colocamos la vía nuevamente. que no. dice la doctora que no es necesario, ya se la quitamos para que se pueda ir. pregunté por los resultados de la hematología y me dijo que a las dos. faltaban quince minutos. subí al laboratorio, piso 3, a buscar los resultados en lugar de esperar a que los bajasen. antes de que pudiese decir buenas noches (días), la chica en la ventanilla me dijo que, sin importar lo que me hubiesen dicho abajo, los resultados estarían listos a las dos. no antes. a las dos.

asentí, sin el menor ánimo de insistir en lo contrario. me retiré cuatro pasos hacia atrás y permanecí veinte minutos recostado a una pared, sin moverme en lo absoluto, como si temiese ahuyentar esa calma transitoria. como si se tratase de un cañón, un brazo salió con violencia por la porta sosteniendo un papel. los resultados. ondeé la bandera blanca del agradecimiento pero no recibí respuesta. el cañón simplemente volvió a su escotilla. al volver a la sala de emergencias, entregué cuentas a la doctora y ella las tradujo. muy bien, el conteo de eritrocitos del paciente ha aumentado, al igual que la hemoglobina y otras cosas más que aunque yo no entienda, son geniales para la salud.

este hombre se puede ir de aquí, dijo, no sin antes advertirme que papá debía realizarse algunos exámenes, incluyendo varias radiografías. al día siguiente, cuando mi hermana llevó al viejo a una clínica en la floresta, los rayos x arrojaron saldo de tres costillas rotas y la clavícula derecha fracturada en cuatro partes. las costillas sanan solas, la clavícula necesitaba una operación descrita como una intervención menor. pero eso lo sabríamos luego, no allí. mientras tanto, un enfermero vendría a retirar el catéter de la uretra de Pedro. le quitarían la vía del brazo y básicamente eso sería todo. recibí en mis manos los resultados de todos los exámenes practicados, la historia del paciente, récipes, y algunas recomendaciones médicas. papá podría, con mucha ayuda, ponerse nuevamente sus mugrientos bermudas mojados. era hora de devolver los juguetes prestados, de ubicar a Morillo y a Vargas, los paramédicos que trajeron a papá a este germinador de tristezas que es el hospital Miguel Pérez Carreño.

dejar una camilla de veinte mil bolívares y reclamar unas pertenencias de insignificante valor era la tarea. recorrí el edificio casi en su totalidad, quizás exagero, sin dar con el paradero de los rescatistas. fui y vine. vine y volví preguntando por ellos como quién busca a un mestizo en el caribe, sin señas particulares. en cuestión de cuarenta y cinco minutos, el resultado de mis pesquisas fue la rotunda nada. mi propensión a precipitar mis acciones, me hizo tomar la resolución de abandonar el hospital sin importar dónde quedase la costosa cama rodante. sin más prolegómenos a la huida, pedí a mi cuñado que buscase la camioneta. nos iríamos de allí de inmediato.

empujé la camilla hasta la entrada de emergencias, en donde me esperaba Iván con el motor en marcha. ya todo era cuestión de montar ese trasto inservible que era mi padre en el vehículo que nos llevaría a casa. a lo lejos, vi varias ambulancias estacionadas y decidí, como último recurso, echar un vistazo a ver si alguien sabía del paradero de Morillo o de Vargas. a decir verdad, caminé con la convicción de no encontrar nada. de hecho no recordaba nada de Morillo, excepto que era negro. sí, es algo horrible para decir pero nunca tuve tiempo de estudiar sus facciones. no había avanzado treinta metros cuando a mis espaldas la multitud se estremeció en alarma. al girar mi cuello sobre su eje, vi la camilla en donde segundos antes reposaba Pedro en posición totalmente vertical, mientras algunos corrían a socorrer a mi padre. 

confié a Iván la tarea de preparar al viejo para que, al volver yo, procediéramos a subirlo al vehículo. él fue arrimando a papá hasta una punta de la camilla, mas no contó con el efecto sube y baja que ejercería el peso al trasladarlo hacia un extremo del plano. corrí como hacía mucho no corría, intentando atajar aquel bulto en pleno descalabro y evitar que se prolongase nuestra permanencia allí. todo bajo control. no hubo daños extras. el piso estaba mojado y papá descalzo, así que antes de permitirle bajar de la camilla, sacudí sus pies y le coloqué las medias que recién me había sacado de los zapatos. abrir la puerta del carro y trasladar a Pedro. pan comido. me aseguré de que estuviese bien atado a su asiento y cerré con cuidado. 

eché a andar hacia la ambulancia hasta estar lo suficientemente cerca para descubrir a los dos paramédicos durmiendo dentro del vehículo. toqué el vidrio con los nudillos, con delicadeza al principio, con impaciencia la quinta vez. Morillo entreabrió los ojos y me hizo un gesto de camaradería en la despedida. mientras volvía a bajar las persianas, Morillo golpeó a Vargas en el hombro con el reverso de la mano. el segundo levantó un párpado y bajó el vidrio. tu camilla está allá. y las pertenencias de mi padre dónde, pregunté.

el zombie abrió la parte posterior de la ambulancia, revisó adentro y al salir extendió su mano derecha con un par de sandalias que tomé. también recibí una bolsa plástica de contenido indescifrable de donde manaba una extraña, oscura y viscosa bilis, como si sangrase o se muriera de arrechera. adentro, un sobre de encomiendas con el número telefónico al que Vargas llamó la tarde del día anterior. leí en él el nombre de la hija de la señora Margarita y, sin estudiar demasiado el caso, tiré la bolsa en un bote de basura. me dirigí a la camioneta, abrí la puerta delantera, la del copiloto, y le calcé las sandalias a papá. hizo amago de agradecer, pero cerró la boca, al tiempo que yo cerré la puerta y se quedó dormido.
 
a diferencia de las parábolas, al final no quedan enseñanzas ni redención. ni si quiera una epifanía cursi. al llegar a casa, nada cambió. papá entró a la sala con mi ayuda y también con mi ayuda se sentó en su sillón favorito, donde duerme desde hace años por problemas de espalda. a las 3:42am del 22 de julio de 2012, dio gracias al suelo, casi inaudible, mirándose las magulladuras en las rodillas. de nada, dije con el entusiasmo de quien simplemente completó su obligación lo mejor que pudo. fue la última vez que intercambiamos palabras.

nuevamente, adentro y afuera, comenzó a llover.

sábado, 8 de septiembre de 2012

la lluvia

X
finalmente, tras horas de desesperanza en la espera, nos dirigiríamos a traumatología. Vargas y yo, como compañeros de viaje recurrentes, ya sabíamos el papel que cada uno debía desempeñar para llegar a la sala donde suturarían la cabeza de Pedro. "tú hala, que yo empujo la camilla". una tímida y vaga alegría amenazaba con apropiarse del ánimo, el mío y el de él. pensar en la promesa de que ya casi saldríamos de allí, era tan elevador en el plano metafísico como demoledor en lo real. papá entreabrió los ojos y preguntó que si ya estaba todo listo, que si nos íbamos a casa. falta poco, tuve que mentir, no a él, sino a mí.

las marañas de pasillos a las que ya me había enfrentado antes en el subnivel 3 del hospital, mientras buscaba la unidad de radiología, se repetían calcadas en la planta baja del sanatorio. habían diferencias, eso sí. las paredes no estaban recubiertas con baldosas de cerámica y la iluminación no era mala sino nítida, clara como aquella luz prístina de la que, según cuentan, se originó el mundo. la luz no desvanecía, por el contrario, acentuaba esa sombra que cubre de miedo las cosas.

la roña no era efecto óptico, sino una real y fina película de mugre amarillenta que recubría todo. la claridad permitía mirar, ver, detallar los rastros de sangre en las paredes. el rojo sobre blanco trajo historias innumerables de gente malograda, de llantos y de vidas que fueron muertes. historias, todas ellas yaciendo en los poros del cemento, resistiendo la limpieza de productos abrasivos, historias renuentes a irse con un tozudo "no me olvides".

si papá hubiese estado consciente, ir con los pies por delante le hubiese causado escalofríos. dice la sapiencia popular de esa forma viajan los muertos pero Vargas me aseguró que, según su experiencia, de esa manera el paciente no se marea durante el traslado. cultura general. entramos a través de las puertas batientes y examiné rápidamente el pequeñísimo cuarto de no más de quince metros cuadrados. seis enfermeras en tertulia, tres camillas destartaladas, una de ellas ocupada por el sueño de un doctor de guardia y algunos equipos cuya función desconozco. dejé a pedro estacionado y salí sin que nadie me lo pidiera. moría de sed.

caminé un par de minutos, doblé dos veces a la derecha, una a la izquierda y me vi en un sitio exactamente igual al lugar de donde había partido. ante el temor de perderme nuevamente, regresé sobre mis pasos y decidí sentarme a esperar frente a la sala de traumatología. otra vez la sangre llamó mi atención. la mancha en la pared era rosa, como si llevase mucho tiempo desgastándose allí. era de esas que provienen del roce de algún cuerpo herido, en este caso una mano. se hallaba a medio metro de la puerta, y tres franjas se extendían hasta chocar con el marco, como si el portador se hubiese aferrado a él, cuando lo obligaban a entrar.

recordé una película de terror mediocre para adolescentes en donde el monstruo arrastra a la víctima hasta las fauces de la oscuridad mientras el actor grita líneas cursis y se retuerce de manera inverosímil. la escena me hizo cierta gracia, pero recordé que el monstruo verdadero probablemente era una persona con un bala y un cuchillo, que el paciente sintió dolor, que gritó y lloró, que luchó contra sus propios rescatistas y que talvez murió.

tenía mucha sed y óxido en la garganta. era una esponja inerte y seca, como es resto de las personas allí. mi vecino y su tos estruendosa, pulmones afuera, no aliviaban mi sensación. una madre desgastaba el suelo, yendo y viniendo mientras cargaba a su hijo en brazos, quien sobaba la parte posterior de su cabeza, acusando un golpe y cierto dolor. vomitó sobre el hombro de su madre en una parábola perfecta que logró aterrizar impecable en el suelo sin salpicar a la mujer. como era de esperarse, la madre sonó las alarmas y armó el más comprensible de los escándalos. un guardia de seguridad reaccionó inmediatamente y asiéndola del brazo la hizo pasar a una habitación que, supuse, era un consultorio.

el llanto de la mujer se detuvo con el cierre de la puerta detrás de sí. la tos del hombre a mi lado no. cerré los ojos y recosté mi cabeza en la pared, intentando descansar un poco, recuperar fuerzas, o al menos no malgastarlas. segundos, horas, meses después, cuando desperté, el vómito todavía estaba allí. un ladrido seco me sacudió y me puse nervioso, pues era de esas convulsiones violentas con carraspeos secos que huelen a virus. casi podía saborear la infección. me puse de pie y caminé como lo había hecho la madre.

en mi vaivén, al menos diez minutos después, tropecé con un par de jóvenes enfermeros que contrabandeaban alegría en sus rostros, como quien sabe que la hora más feliz es la hora de salida, o quizás, por el contrario, eran novatos que no habían tenido tiempo de desencantarse de su profesión. incluso evitar el charco de comida infantil que aún reposaba en el pasillo, se convertía en un acto mágico en el que los mozalbetes, tras el salto, aterrizaban de puntillas con la gracia de nijinsky. grand jeté impecable, bravísimo, ovación de pie.

no era una cuestión de maneras u hombría, aquello era más bien una cuestión de júbilo ingenuo y, quién sabe, felicidad. supuse que ellos, los enfermeros alegres, estaban allí por azar meticuloso. ellas y ellos, eran la anomalía sistemática que daba alguna clase de sentido a la maldad que me había, como a muchos otros, llevado allí. eso que a todos emociona y cuyo espíritu enaltece, pensé, no es más que el guiño socarrón de un dieu trompeur con un sentido del humor bastante peculiar.

al salir papá, esta vez con la cabeza por delante, Vargas me informó, nada impresionado, que fueron seis puntos de sutura. sin perder impulso, emprendimos el camino de vuelta a la sala de emergencias, en donde la doctora advirtió, no sin falso optimismo, que sólo una hematología nos separaba de la fuga. eran aproximadamente las once de la noche. nunca miré el reloj pero recuerdo a uno de los enfermeros en la sala de emergencias, el gordo, la diva, la mala educación, la soberbia; decir que a esa hora, en cualquier época del año, infaltable, alguna vaina pasaba.

yo acomodaba a papá, quien se quejaba de la espalda, mientras resollaba como un bisonte en colapso. sus efluvios de alcohol fermentado me subieron el mal sabor de boca que tiene la bilis en la tráquea.

cuando fue preguntado por su nombre, el baleado se defendió con cuatro sílabas: ze-ta-sán-chez. que cuál es tu nombre. que Z, como la letra. el joven había llegado minutos antes, sostenido por un par de policías pero utilizando sus propios pasos. estaba lleno de sangre, pero su vivacidad hacía sospechar que el líquido era de otra fuente. la doctora de siempre, la gochita, se acercó a auscultarlo y con calma preguntó cuál era el síntoma. Z se levantó la franela y dejó ver un impacto de bala en el costado izquierdo donde se supone que va el riñón. el tempo de la conversación aceleró súbitamente para atropellar las pausas. la cirujana cambió su tono por uno más agudo, mientras ella y varios más atendían al recién llegado.

- pero, carajo ¿están regalando balas?
- yo estoy bien, en serio. - con ojos gigantescos, desorbitados - deme un calmante, doctora, y yo me voy.
- vamos a sacarte la bala primero, mi cielo. ¿de dónde vienes?
- de caricuao
- ¿de dónde en caricuao?
- de san pablito

siguieron las preguntas, los policías atendían, uno de ellos anotaba en su libreta y los asistentes hacían su trabajo. apenas sintió la pequeña mano sobre su cuerpo, Z fue furia y pánico. insistía, gritaba que nada había ocurrido, que le dieran un calmante y él se iba, que lo dejaran tranquilo, que no quería llorar. los policías, los enfermeros, los asistentes, siete pares de brazos luchaban por restringir los movimientos de un hombre de no más de un metro setenta de estatura y quizás sesenta kilos de peso. no pudieron.

lo que vino luego fue uno de miles de episodios violentos en donde algún asistente recibe una patada en el pecho y la residente varios arañazos en la cara. “ahí está el de las once” dijo el enfermero gordo desde su silla, sin levantarse.
XI

sábado, 25 de agosto de 2012

la lluvia

IX
la sangre, como esputo de un pozo petrolero, oscura y abundante, se camuflaba en la tez negra que brillaba al contacto con la luz. como si aquel hombre estuviese hecho de vinilo. mientras escribo estas líneas, sus estremecedores alaridos retumban entre las paredes de mi cabeza y nuevamente siento escalofríos. ganas de llorar y un patético despliegue autoindulgente, al recordar cómo tres balas, una en el rostro y dos en el torso, convierten a un hombre en un niño asustado, asfixiado en pánico y a merced de todo aquello que no controla. recordé la fábula del león y la astilla. las tres astillas.

quise decir algo, no sé qué, pero sólo un suspiro seco salió de mi boca mientras comenzaba, de manera casi imperceptible, a temblar. la herida en la cara, un ojal de 7 centímetros bajo el pómulo izquierdo, se estiraba en cada inhalación. se abría y se cerraba como una branquia echa a medida, cincelada con el roce del proyectil.

un médico a quien no había visto hasta ese momento, introducía un delgado cable blanco por el conducto abierto por una de las balas desde el hombro. el enfermero que minutos antes había resuelto el problema urinario de Pedro, atajó mi mirada de asco: "es una vía para que respire, porque la bala perforó el pulmón. algo muy feo. impresionante que pueda gritar así". Wilson el fuerte nunca bajó la intensidad ni de sus gritos, ni de la violencia de sus movimientos. logró acabar con la paciencia de la doctora, quien llegó al punto de zarandearlo y propinarle un par de cachetadas. cuando se dio cuenta de que no sentía sus piernas, Wilson Meza comenzó a llorar y exclamaba al mundo el por qué de sus lágrimas.

"¡dios mío! ¡no siento mis piernas, dios mío! ¡ay, dios mío, por qué!" fue el mantra que repitió hasta siempre. era una escena capaz de fracturar al carácter más fuerte. al mío, como era de esperarse, no sólo lo destrozó sino que quemó todo desde los cimientos para que nada más pudiera retoñar en aquella porción de mi alma.

una mujer canela lloraba a mi lado. la minifalda floreada y diminuta envolvía las nalgas que coronaban sus torneadas piernas y una blusa blanca, hasta las costillas, dejaba ver el abdomen apenas falto de tonicidad. de pelo ensortijado y con rasgos muy apetecibles, observaba el espectáculo, apretando en un puño un trapo ensangrentado y ostentando una lágrima petrificada en la mejilla. la expresión de su rostro era la de una de esas máscaras de demonios japoneses, la de hanya. nunca cambió hasta que un asistente se acercó al puesto de enfermeros cargando en sus manos los objetos personales de la bestia. "yo soy su pareja, démelos a mí", rompió el mutismo.

- ¿es usted la esposa o familiar?
- no, pero yo soy su mujer. yo estaba bailando con él.

tras escuchar una breve explicación de por qué era imposible que le entregasen las pertenencias del paciente, por no ser su familiar directo, la mujer abandonó la sala con un gesto de fastidio, contrariada, mientras el enfermero procedía a meter en una bolsa el inventario de objetos que incluía un iphone 4S, un reloj metálico de aspecto caro, un manojo de llaves, un paquete de cigarrillos y una pequeña fortuna en billetes de cien.

Vargas, quien se había acercado a colaborar con el herido, o eso creía yo, volvió a pararse a mi lado con una mueca de decepción, parecida a la que recién había dejado tirada la pareja de baile del baleado. "por un pelo no coroné. estuve muy lento", aceptó y no entendí.

- cuando llegan esos tipos así, esos que uno sabe que tienen dinero encima, todos se ponen las pilas a ver quien saca la tajada. si no es porque hoy el enfermero se adelantó, tuviera yo esos reales. el truco está en manejar los ángulos, sabes. que nadie te vea mucho rato cerca del herido. si son joyas grandes, o relojes, hay que sacárselos en la ambulancia. hay que quedarse con cosas pequeñas que nadie logre detallar. los anillos, por ejemplo. los teléfonos celulares no son recomendables porque los bloquean. el otro día, llegó un tipo así como éste y tenía como dos mil bolívares encima. con eso resolví la quincena y hasta llevé a la jeva a la playa.

mi cara debió haber sido un poema de baudelaire, pues el paramédico sintió la necesidad de justificarse: "hay que rebuscarse, hermano. la situación está dura". recordé que al revisar el bermuda de papá, sólo encontré las llaves de la casa, las tarjetas de crédito y no el dinero en efectivo que siempre lleva en el bolsillo izquierdo para eventualidades. miré a Vargas con una mezcla de miedo y resignación, como se mira al carroñero en la sabana, como miro a los agentes cada vez que reduzco la velocidad y bajo el vidrio de la ventana, mientras atravieso una alcabala policial. sonreí nervioso.

cuando finalmente arribó la esposa de Meza, la legal ignoró a una enfermera que pretendía explicarle los pasos a seguir para retirar ciertos artículos de su esposo. ni siquiera preguntó por las pertenencias. se dirigió a la camilla en donde Wilson se quejaba y acusaba una paraplejia que, como testigo, yo nunca llegaría a confirmar. la negra, una señora con evidente sobrepeso y cara de fatiga crónica, con parsimonia y calma limpiaba la sangre del cuello de su marido. no economizó en palabras de aliento y consolación. que ya vamos a salir de esto, mi negro, que los dos juntos, que todo va a estar bien.

"pobre cornuda ignorante", pensé con soberbia.

el neurocirujano llegó. era el mismo médico a quien había visto introducir la vía hasta el pulmón de Meza. examinó la papá, o ese remedo de él, para descartar daño cerebral. le preguntó dónde estaba, qué día era, qué le había pasado, dónde vivía y mil cuestiones más, alineadas en un larguísimo etcétera. papá mostró buen humor, como suele ocurrir cuando habla con extraños.

- ¿qué estabas haciendo, Pedro?
- tomándome unas cervecitas
- ¿cuántas te tomaste, Pedro?
- creo que dos.
- yo creo que todas, Pedro. -se volteó hacia mí- este hombre está bien. bastante ebrio, deshidratado, pero neurológicamente bien.
- mentira. yo vivo con él, es un loco de mierda -pensé-.
- llévelo a que le suturen la herida en la cabeza, lo trae nuevamente para ponerle hidratación y puedan irse a casa.

de no ser porque sabía que todo cuanto había ocurrido aquel día no era sino una grosera derrota y que probablemente algún tiempo más estaríamos allí, habría cantado victoria.
X

lunes, 20 de agosto de 2012

la lluvia

VIII
había perdido la noción del tiempo y no recordaba la última vez que había visto a Vargas o a Morillo. pregunté a un enfermero de ojos pesadísimos. era de esa gente que mira de reojo aún estando de frente, como con displicencia, si existía la posibilidad de que los paramédicos que trajeron a papá hubiesen abandonado el hospital. "no, niño. -dijo alargando la primera sílaba hasta convertirla en un chirrido grotesco que daba paso, juntas, a la Ñ y la O- con lo que gano yo en cuatro meses, no me compro esa vaina, no se tú. si esa camilla se pierde, la tienen que pagar ellos. con decirte que primero dejan al herido, antes que a la camilla. es hasta preferible explicar por qué se murió alguien que pagar esa cantidad de plata".

su risa fingida me generó alguna nausea, nada grave. la cruda verdad tras ella me revolvió un tanto más el estómago. luego de sacar algunas cuentas mentales, estimando que un enfermero ganase en promedio 5.000 bolívares al mes, entendí que aquel aparato era más un vehículo que una cama. agradecí la infomación sin despegar nunca la mano del hombro ensangrentado de papá.

aproveché nuevamente para observar aquella parihuela ataviada de palancas y barras metálicas. las  texturas que creaba la sangre seca sobre el delgado colchón eran perturbadoramente hermosas, como fractales. seguí con la vista mi dedo mientras recorría los diferentes caminos vinotinto a través del acolchado plástico. al percatarme de la humedad del mismo, me apresuré a retirar los exámenes que había puesto bajo la colchoneta, no sin salpicarme de un líquido oscuro, amarillento y turbio. era de esperarse: el catéter, previamente maltratado por Pedro, tenía una fuga y nuevamente mi padre se había meado en mí, por decirlo de alguna manera. debo reconocer que la tarea de escurrir unas hojas de papel, sin más utensilio que mis manos y la tela de mis pantalones, me distrajo un poco de todo aquello que me rodeaba.

al darme cuenta de que la bolsa al extremo del catéter rebozaba de líquido, supuse que pedir ayuda era la norma, pero no. para el enfermero, el gordito, toda una reina de la mala actitud, la petición fue, talvez, una declaración de guerra. sin mirarme, me informó que no contaban con bolsas para cambiar la usada y que debía vaciarla yo. señaló la puerta del baño y me ordenó buscar un recipiente. respiré profundo: metal y orine en mi nariz. revisé durante algunos minutos, a costa de un paciente que me había cedido el turno en el cuarto de baño. nada. me dirigí nuevamente a aquel hombre, quien se antojaba tan señorial como una boa de plumas, para encontrarme con una bofetada en tres palabras: "entonces no sé".

uno de los enferemeros de mayor rango, o por lo menos antigüedad, que había estado observando aquella conversación se dirigió hacia mí cuando notó que yo apretaba el puño y me preparaba para decir un par de verdades a la madame. me tomó del brazo con gentileza y me preguntó cuál era el problema. le dije que mi viejo estaba lleno de meados y que su colega no me estaba facilitando nada jugando a la malvada de las novelas mexicanas. el señor deformó su bigote cano en una sonrisa y me dijo que sí habían y que me buscaría una bolsa. con total maestría y en cuestión de segundos, logró cambiar el depósito del catéter y tiró a la basura aquella otra bolsa inmensa que parecía llena de un tecito de esos que tanto aborrezco. agradecí con humildad y una improvisada reverencia. miré de soslayo al gordo y creo haberle dicho, en voz muy baja, hijo de puta.

aquel episodio de refacción me impidió darme cuenta de los gritos que se escuchaban desde hacía algunos minutos. esta vez no venían de un paciente malherido o de algún familiar desesperado. se trataba de una mujer policía que sin el uniforme, tres tallas más pequeño, pasaría por una doña cualquiera, de esas que va por las tardes a la panadería a comentar el último chismecito con la excusa de comprar pan. con vehemencia brutal, interrogaba a un joven como si de su respuesta dependiera el destino de la humanidad. su desazón no pudo ser mayor ante la poca colaboración de aquel veinteañero, mototaxista y residente de la zona.

- ¡dime quién te dio el tiro, pues! si tú crees que no te van a rematar porque conoces a medio mundo, estás muy equivocado. los he visto como tú, más guapos y valientes, y al final toditos se acuestan. - por efecto de las balas, intuí - y ese tiro que tienes te va a dejar cojo, oíste. ¿cuándo has visto a un cojo respetado, ah? dime, anda. ¡ya no eres nadie! al menos sálvate y dime quién fue.

el casi rengo, adolorido y con una mano en el glúteo, no dijo nada.

la mujerona se apartó y lo desahució con un gesto de resignación. "tú verás", se despidió. allí quedaron tres oficiales de la policía nacional haciendo sus propias e infructuosas indagaciones. el rengo nunca abrió la boca. estaba ido, pensando en otra cosa que no atiné a descubrir si se trataba de la bala que tenía en el cuerpo, o si de ahora en adelante iba a poder cambiar las velocidades de su moto con normalidad. "el quirófano está listo, vamos". dos enfermeras y un policía escoltaron al mudo fuera de la sala.

Vargas se hallaba parado a mi lado. no lo había visto llegar. preguntó cómo iba todo y le dije que igual, que el neurocirujano estaba perdido en acción. chasqueó los dientes con hastío y encorvó la espalda mientras introducía sus manos dentro de los bolsillos del pantalón. sin nada mejor que hacer, se quedó allí conmigo. pregunté por Morillo y me dijo que dormía en la ambulancia, que estaban (de turno) redoblados y que desde hacía dos días no dormían arropados y en sus camas. Vargas me confesó que a veces era mejor, porque a su novia le gustaba salir a pasear y hacer cosas juntos. "yo lo que llego es a la casa con ganas de dormir y la jeva lo que quiere es que si cariñito y que si vamos al cine y que si vamos a bailar. una ladilla". puse mi mejor cara de colega y pretendí entenderlo. "una ladilla", agregué con un pincel.

interrumpiendo un silencio de no más de cuarenta segundos, el agente de seguridad hizo lo acostumbrado. despertó a los familiares que dormían en el suelo, junto a las camas, y los conminó a salir del cuarto. con el pie, incluso, se atrevió a remover a una señora de sueño pesado. "vamos, doñita, no se puede quedar ahí". un nuevo baleado llegaría al sitio. se trataba de un hombre negro, altísimo aún estando acostado, de contextura gruesa y un abdomen abultado como el de un jugador de softbol de fin de semana. a éste lo cargaban entre seis y pesaba media tonelada a juzgar por el terrible esfuerzo de los socorristas.

las preguntas ¿cómo te llamas?, ¿sabes dónde estás?, ¿qué te pasó? encontraron como respuesta unitaria rugidos terribles, que salían desde lo más oscuro de su garganta, como orcos desde mordor. la voz era distorsionada y grave como su estado físico. entre varias personas lograban dominarlo a ratos para luego sucumbir a la fuerza bruta de aquella bestia herida. tras inmovilizar la cabeza gigante rasurada al rape, con una suerte de llave grecoromana, la enjuta doctora, la gocha, logró al fin una respuesta inteligible. wilson meza.
IX

domingo, 12 de agosto de 2012

la lluvia

VII
mientras el personal de limpieza extinguía el charco de sangre, me volví hacia papá para comprobar si el episodio lo había exaltado de alguna manera. ni se enteró. miré a Iván, quien claramente estaba conmovido con la escena. "mierda, miguelito. vámonos. nos llevamos a tu papá de acá para una clínica o algo. Carola - mi prima, cirujana - está en saludchacao". era imposible que aquel cadaver se hallase tan pronto en descomposición, pero el olor a muerto y la conmoción, me hicieron ver aquella como una buena idea. la otra opción era la de esperar por un médico que probablemente nunca aparecería. me dirigí a la residente de turno y planteé mi inquietud.

- hay que esperar a que el neurocirujano le dé el alta. también estamos a la espera de una segunda hematología para descartar complicaciones, debido a que el paciente no colabora y no sabemos cómo se produjeron las lesiones.
- ya. pero igualmente podría llevarme a mi papá de acá, ¿verdad?
- lo haría contra opinión médica. tendría que dejar todos los resultados de los exámenes practicados y, lo que realmente le complicaría las cosas a usted, si el paciente muere o le pasa algo, sería total y exclusiva responsabilidad suya.

¿muere o le pasa algo?, me pregunté. ¿qué es algo?

con un gesto realmente humano y despojándose de esa coraza que debe vestir bajo el uniforme, colocó su mano sobre mi hombro y sonrió. "ya el doctor debe venir. no se desespere, que lo peor ya pasó". imaginé un escenario en el que papá, fanático de complicarme la existencia, se moría en el trayecto a otra parte. le di golpes en el pecho, inicié compresiones tal como lo hacen en las películas, le limpié la saliva seca de la boca y, con profundo asco, coloqué mi boca sobre la suya para darle respiración, mientras luchaba contra las arcadas que me producían el hedor del alcohol y la sangre. luego rompí en llanto furioso y lo maldije. lo golpeé mil veces más y lo maldije. él permaneció muerto, triunfal, victorioso. volví a la sala de donde nunca salí, miré a Pedro en su camilla y desistí del plan de llevármelo con su vida en un pagaré. asentí aliviado a la petición de la joven médico.

noté que era gocha, de esa gente que sin importar cuántos años pase en otro lugar, no pierde jamás su acento andino. su tez morena y el cabello liso amarrado en un moño mal hecho, le daban cierto aire a calcuta. contrariamente a lo que había supuesto, tenía una sonrisa linda y llena de calma. sus ojos, oscurísimos, brillantes, parecían confeccionados a medida para la ocasión. combinaban de manera magistral con las ojeras negro mate que chorreaban casi hasta los pómulos, acusando las noches sin dormir. cuando iba a preguntar su nombre, entró intempestivamente a la sala Gustavo González.

el señor González, al parecer, era un hombre importante y de poco verbo. entró escoltado por cuatro hombres de negro, en cuyas espaldas podía leerse "brigada motorizada", y sin mediar palabra permaneció en el suelo hasta ser atendido. apenas su camilla, improvisada de una tabla de madera, fue depositada en el centro de la sala, todos dejaron lo que hacían para desmedirse en cuidados hacia aquel hombre, prioridad de todos los demás. cuando pregunté quién era aquella persona tan importante, me dijeron que tenía el altísimo cargo de apuñalado múltiple. pude escuchar de los presentes que el cuchillo había entrado por lo menos seis veces. nuevamente el agente de seguridad de la sala procedió a desalojar el recinto, pero esta vez puso poco empeño en sacar a Iván y a mí ni siquiera me tomó en cuenta. vi en silencio el piso llenarse de rojo nuevamente.

se hizo lo posible para contener la hemorragia y reparar lo que se pudo. su estancia fue breve. imaginé que aquel señor tendría una agenda muy apretada y que su reunión en el quirófano no podría esperar. apenas hubo abandonado la sala, esta vez sobre ruedas, el tiempo comenzó a andar nuevamente. incluso el resto de los pacientes retomaron las quejas y dolores puestos en pausa. eran las 9 y 25 de la noche según el reloj de papá, que desde hacía un buen rato, y sin recordar la razón, llevaba en mi muñeca. también era hora de joder en punto. papá preguntó por sus bermudas e hizo amago de saltar de la camilla. casi sin esfuerzo, y como de costumbre, emasculé sus intentos. mi cuñado ya no estaba.

en el breve instante en que logró separar su espalda de la colchoneta, noté la cantidad de sangre que el viejo había perdido, asombrado, como quien observa la parte del iceberg que se oculta bajo el agua. recordé que en ocasiones he llegado al punto de casi perder el conocimiento por mi miedo irracional a la melaza que me inunda por dentro. siempre me ha impresionado mucho la sangre, pero algo en ese charco era distinto. era sangre negra, casi sólida, como si un nuevo ser tratase de materializarse en meiosis. tomé un pequeño coágulo y lo sostuve entre el índice y el pulgar. lo examiné, lo acerqué a mi nariz y cerré los ojos. sentí frío. hierro.

por segunda vez me quebré. Iván había salido a llamar a Mary para reconfortarla y decirle las mentiras del caso. ella le contaba a mamá, quien a su vez mantenía informado a Manuelito, mi hermano. todos estaban conectados de alguna manera. amigos y familiares llamaban o enviaban mensajes con los mejores deseos y aprovechaban para ponerse a la orden para lo que necesitásemos.

y me vi solo. en mi enorme egoísmo, me vi solo. sin nadie a quien llamar para mortificar, sin nadie que llamase a preguntar cómo estaba yo y no mi padre. puede parecer extraño pero viendo aquel reloj me sentí como esa partícula, ese engranaje suelto que siempre suena al agitar la muñeca y cuya razón uno ignora. esa pieza que aún fuera de sitio no afecta el funcionamiento del aparato. esa pieza, esa cosa que no encajaba en todo esto, era yo.

"herido de bala. por favor, todos los familiares despejen la sala". pero yo me podía quedar.

lunes, 6 de agosto de 2012

la lluvia

VI
con una leve inflamación de los párpados y ese rímel invisible que es la tristeza recorriendo el contorno de mi cara, respondí al vigilante: "sí, hermano, todo bien. gracias". el guardia asintió como si temiese quebrar algo en algún movimiento. con cautela esperó alguna palabra más. al tiempo que me estrujaba los ojos con una de las mangas del suéter, pregunté por agua.

*
no había comido nada desde las diez de la mañana, antes de salir de casa rumbo a los palos grandes a visitar el mercadito de los sábados. allí unos amigos tienen un puesto en donde venden libretas de papel reciclado muy bonitas. compré cuatro, aunque con una hubiese bastado. recuerdo haber estado a punto de despedirme, cuando no sé por qué razón decidí quedarme a esperar la lluvia. ignoro si se trataba de truenos o era el rugir de la jauría que desde el cielo vendría a modernos la piel. 

nos refugiamos bajo el toldo mientras veíamos el agua correr bajo los pies, en un riachuelo que pronto se convirtió en caudal de considerable potencia. con los pies envueltos en la cataplasma de algodón y barro que eran mis medias, y ahogado por la humedad, decidí salir a bailar en la lluvia. bailé y entoné alguna estúpida canción mientras el público me miraba sonriente, como recordando sus propias danzas infantiles. ellos, no yo, eran un espectáculo melancólico y triste de ojos moribundos. 

una vez me hube marchado, tras ayudar a recoger el toldo, la mesa y un par de cajas llenas de mercancía, me supe empapado. bajé por la boca del metro y sentí a la ciudad llamarme de vuelta. presentí una maldad próxima, algo de eso que llaman pálpito o presentimiento. supuse que eran los primeros síntomas de la gripe instantánea. me puse los audífonos y abordé el tren. fue un viaje breve. llegué a casa, tomé una ducha de veinte, treinta minutos quizás y justo cuando me preparaba algo para almorzar, recibí la llamada que habría de dar inicio a mi participación en esta historia.
 *

eran al rededor de las nueve de la noche. pregunté si sabría dónde hay un bebedero o alguna maquina expendedora de agua. no de jugo, no de refresco, de agua. el vigilante negó con el semblante derrotado de quien se acostumbra a la carencia. me pregunté si algún día yo desarrollaría aquella expresión y no supe contestarme.

- No, compa. aquí no hay, tiene que salir a comprar en la máquina que está al doblar la esquina. el problema es que lo dejen entrar de nuevo.
- ni hablar, ni de vaina. no puedo salir. tengo que estar pendiente a que llegue el doctor.
- pero si quiere le hago el favorcito. usted me da un potecito y yo se lo lleno. es para usted o para el paciente?
- ambos. no tengo pote.
- no se preocupe. yo le lleno una botella de plástico, de las grandes y si quiere después me ayuda con algo.

aquel episodio me llevó a darme cuenta de que estaba jodido. en algún nivel introspectivo estoy, presente, jodido. la insistencia en la buena acción de aquel hombre cuya edad rondaba los cincuenta años, me hizo dudar, desconfiar y, ulteriormente, advertir alguna trampa.

incluso llegué a pensar en algún cartel clandestino de tráfico de agua potable traída desde una locación indeterminada y revendida a precios petroleros. con un ademán amable y miserable, de esos que hace la gente a los que limpian parabrisas en los semáforos, le dije que no se preocupara. no faltaba mucho para salir del hospital, agregué. "no se preocupe. por acá estamos". mientras se alejaba, me sentí avergonzado. no digo que siempre haya visto al prójimo con demasiada simpatía pero recientemente, y por razones que no vienen al caso, he tenido algunas dificultades para confiar en la gente y otras cosas. sé que alguna conexión, algo en mí, se quebró quién sabe cuándo.

jodido, volví a la sala sin noticias y vi a papá envuelto en el suéter de Iván. yo conservaba el mío y Pedro ya no temblaba de frío. Mi cuñado preguntó si no sabía nada nuevo. no. miré su suéter sobre papá con envidia secreta y no sé aún si admiraba aquel abrigo impecable de los medias rojas o recordaba el desplante de mi padre minutos atrás. siempre he sabido que el requisito único e imprescindible que se debe poseer para recibir el favor de Pedro es no ser familia suya. nunca advertí hasta ese momento que para pedir ayuda las mismas calificaciones aplicaban. cosas del viejo.

advertí que la sala estaba repleta de gente uniformada y no adiviné curanderos entre tantos policías. un agente de seguridad del hospital, con la calma y el aplomo de un acomodador de cine al final de la función, desalojaba a los familiares en vigilia de la sala de emergencias. antes de tener oportunidad de inventar alguna excusa por la cual yo debía permanecer allí, alguien detrás de mí me apartó de un manotazo. una estela de sangre y el sonido de las botas de los paramédicos me rebasó por la izquierda. postrado en el puesto de enfermería reconocí nuevamente el olor a óxido férrico corroyendo mis amplísimos conductos nasales. "¡herido de bala! ¡permiso, un tirotiao!"

sería el primero. no supe su nombre, no tenía. entró desnudo de ropas y de conciencia. un par de hilos oscurísimos salían desde un agujero ubicado justo debajo de su clavícula derecha para convertirse en edredón sobre la camilla. los ojos blancos sin iris ni pupila, y mi temible agudeza para lo inapropiado, me hicieron recordar aquellos titulares de prensa que advertían de ladrones que despojaban a las víctimas de sus córneas para venderlas. un segundo hoyo a nivel de la boca de su estómago selló cualquier atisbo de hambre dentro del mío.

aquel hombre de veintitantos años vestía una piel curtida a moretones. la aleatoriedad de sus espasmos musculares imitaba a la perfección el dolor de los que aún no mueren pero quisieran.  sudaba, incluso, y exageraba la salivación. aquel brillante actor logró engañar a todos. de no ser por su inhabilidad para respirar habría burlado incluso a doctores y enfermeros. tres palabras vinieron a desbaratar un mito: "éste llegó muerto". resulta que si los difuntos disimulan lo suficientemente bien, pueden ingresar en emergencias como si estuvieran vivos.

sábado, 28 de julio de 2012

la lluvia

V
nunca di demasiado crédito al aura de las cosas o a las energías que manan de la tierra y los seres vivos. en cuestiones extrasensoriales siempre he sido bastante corto de vista, condición que se somatiza en una incipiente miopía ocular que oculto tras cristales rayados. aquella misma sala que había fallado en impresionarme cuando nos conocimos, mostraba su verdadero olor, el olor a fierro y óxido. ese efluvio de las moscas carroñeras que beben hasta regurgitar, el de la sangre.

al entrar, llevaba conmigo unas radiografías, una historia del paciente y algunas hojas que se antojaban más a códigos de programación que a resultados médicos. Vargas me las quitó de la mano como el truco de sacar el mantel de la mesa sin tirar la vajilla. sentí ganas de aplaudir al prestidigitador. se los entregó al cirujano más cercano, quien rápidamente explicó los tres sencillos procesos que le permitirían desentenderse del caso. arrancó con una pregunta.

- ¿ya lo vio el neurocirujano? él debe verlo primero para descartar daño cerebral. luego tienen (alguien) que suturarle la cabeza, después de corroborar que no haya fractura. por último es necesario que transcurra suficiente tiempo como para que mi turno termine y pueda irme al carajo.

esta última parte la inferí de una rápida mirada a su reloj y una sonrisa reprimida al nacer. antes de poder preguntar dónde quedaba, me señaló el buró de neurocirugía. un espacio de dos metros por tres, ubicado en la esquina suroccidental de la sala, en donde se encontraba un escritorio desierto. ofrecí mi suéter, pero papá rehusó vestirlo. quizás en un arranque de lucidez, se resignó a ser víctima de sí mismo, pero nunca de la moda. ¿y el doctor? más que una respuesta, lo que salió de su boca fue una profundísima reflexión acerca del existencialismo: "si no está ahí, no sé".

arrastrando la camilla Vargas, empujándola yo, nos acercamos a la esquina en donde debíamos esperar al galeno. realicé las típicas preguntas del caso: que si, señora, lleva mucho esperando, que si no le han dicho nada, que si en cuánto tiempo, más o menos, que si a dónde se metió Morillo. "dijo que iba a dar una vuelta ver si encontraba al médico", mintió en voz alta Vargas. luego, en voz bajísima, me advirtió que la preocupación por un familiar o allegado, puede volver a una mujer soltera (o pronta a serlo) blanco fácil para un paramédico con la correcta proporción entre altura y peso, eso que llaman atlético. "la labia es obligatoria, aunque hay unas que vienen para acá a ver qué pescan", me confesó.

mi batería había engrosado la lista histórica de fallecidos en aquella sala de emergencias. sin último suspiro, sin despedida triunfal, simplemente exhaló su último electrón y murió. el teléfono, como los cuerpos sin corazón, se apagó y con él mi contacto con el exterior. por enésima ocasión, papá hizo un esfuerzo terrible por incorporarse y casi lo logra. al colocar mi mano sobre el hombro derecho para evitar su victoria, me vio como si de alguna manera yo disfrutase aniquilando su hombría un intento a la vez.

palabras consonantes siguieron a aquella mirada de violento desprecio. me observó y preguntó cuál era mi motivación. no capté bien, pero algo entendí. así como hacen los imbéciles, contesté con preguntas:

- ¿cuál motivación? ¿que por qué estoy aquí?
- ajá, ésa, exactamente, es la pregunta, que esto, que lo otro.
- porque tú eres mi papá - dije sin mucha convicción.
- ah, tu papá. ¿siempre?

hice un gesto de fastidio y no contesté. "ésa, exactamente, es la pregunta", sentenció. supuse, tras minutos de análisis, que sí, que siempre. que aunque no lo soportase, lo quería y que por eso me mantenía a su lado en lugar de volver a casa. si me preguntan, una conclusión bastante autoindulgente de mi parte. seguramente algún fin oculto tendría y ésta debía ser mi manera de vengarme de él, de restregarle en la cara que no somos iguales. no lo sé. eran Pedro y las circunstancias contra mí.

Vargas se había esfumado sin dejar rastro. su cara de pared blanca, normal, no memorable y su andar sin señas particulares, a no ser por su vocación de socorrista, habrían hecho de él el ninja perfecto. sin avisar, con total eficacia, desapareció después de haberse matado de aburrimiento. ¿éramos, entonces, Pedro y yo contra las ciscunstancias? tampoco supe. no me importó establecer localías en un partido que claramente jugaba de visitante, en inferioridad numérica y con un espíritu fatigado.

papá no facilitaba nada nunca y ahora no sería el momento de comenzar. repetía hasta el cansancio, mi cansancio, que se quería ir y preguntaba por su bermuda, el regalo de Sofía y Juan Andrés. le respondí decenas de veces que estaba mojado, que lo dejáramos un rato a ver si se secaba. nada. trataba de quitarse el catéter de la vejiga y algo de orine me salpicó. la camilla se zarandeaba como el statu quo al ritmo reaccionario del punk inglés de los 70's. la puta que lo parió. en algún compás, no me queda claro en cuál, descubrí que mi espíritu no estaba fatigado, sino hecho de vidrio y se rompió.

logré resucitar por segundos el teléfono y llamé a Iván. necesitaba un respiro. con las palabras "por favor" le ordené que mintiera, que acosara, que hiciera lo necesario y lo imposible por entrar. él, que siempre ha tenido facilidad para encontrar la grieta en la piedra, logró sortear al guardia de la puerta. salí del cuarto y con la excusa de los paramédicos perdidos, recorrí el hospital buscando aire. con la boca seca y una sed bestial, sólo encontré agua y la estaba derramando por los ojos.

jueves, 26 de julio de 2012

la lluvia

IV
estando en aquel bunker salido de las entrañas de la guerra fría, conocido como el sótano 3 del hospital miguel pérez carreño, me llamó Manuelito. los bomberos me preguntaron asombrados si tenía señal. asentí sin prestarles mucha atención. como hermano mayor, Manuelito debía estar al tanto de los pormenores del caso, sobre todo después de haber sido informado por mamá con datos desordenados y poco claros. en realidad ni yo sabía exactamente qué hacía allí. no tenía idea de cuándo ni cómo, exactamente, mi sábado de reencuentro con amigos y de mojarme en la lluvia como hacía cuando niño, se había convertido en una versión libre de la divina comedia. si dante era guiado por virgilio y su razón, a mí beatríz (la fe) me llevaba a empellones, un paso a la vez.

caminé tras la camilla como quien va tras un camión de mangos, pendiente por si algo cae. al llegar al ascensor quise adelantarme y apretar el botón de llamada, pero la pintura pelada de la puerta me hizo advertir que éste era uno de esos modernos elevadores activados por comando de voz y el toque de una monedita sobre el metal de la compuerta. tac-tac-tac-tac, "¡sótano tres con camilla!", gritó Morillo, casi pegando la cara a la rendija. tac-tac-tac-tac. la acción se repitió unas cuatro o cinco veces más. se abrió el ascensor. como era de esperase, venía lleno. inexplicablemente nadie se bajó.

aproveché la parada para examinar mejor al viejo. rapidito, de reojo, furtivo como quien mira un eclipse o a una persona con bocio. en él no logré detallar nada fuera de lo común, excepto por la fina película roja que lo envolvía. estaba bañado en su tinta. calculé como un experto la cantidad de líquido al rededor y me dije que talvez medio litro pudiera haber sido suficiente para obtener aquel grotesco acabado de raspones y sangre seca. Morillo atajó mi mirada y dijo "perdió bastante sangre por la herida de la cabeza. mírame las botas". observé, cerca del pie derecho de papá, un collarín estabilizador que parecía haber sido sumergido en un bowl de fruit punch. pregunté a los paramédicos si con tanta sangre, se deshacían de él.

- no, eso vale mucha plata. lo lavamos con agua hirviendo y bastante cloro. es un peo porque uno termina ahogado. ¿te acuerdas - pregunta a Vargas - del ataque de asma que le dio a (inserte usted acá el nombre que no recuerdo) la otra vez? fue heavy.

ya la espera cumplía quince minutos de edad.

como esos adorables pequeñines que crecen en un abrir y cerrar de ojos para mutar en adolescentes malos e insoportables, los segundos se habían transformado en inmensas y pesadas fracciones de hora. me pregunté si alguien, alguna vez, habría muerto esperando aquel ascensor, suponiendo la respuesta. papá ya no cantaba. en lugar de notas, exhalaba efluvios gástricos y alcohol en spray.  hacía preguntas ininteligibles aderezadas con un "¿es o no es?". "es", le respondí siempre. apreté firmemente su antebrazo, sin saber por qué.

no sé si estuve expuesto a él lo suficiente o si comenzaba a recobrar de algún modo el sentido, pero después de un rato las habladurías del viejo empezaron a tener formas más discernibles. al tiempo que decía que se quería ir, sus movimientos en la camilla se hacían más violentos y repetitivos. fue allí cuando noté que no dejaba de tomarse el hombro derecho, el cual palpaba como si algo le molestase o simplemente quisiera comprobar que aún lo traía puesto. intentó incorporarse pero lo detuve colocando mi mano en su pecho. quédate tranquilo que hay que esperar el ascensor. ya nos vamos. su cara era un limón siendo exprimido. algo le dolía y ni él atinaba a saber qué era. el elevador abrió sus fauces y una otrora reina del barrio se derramaba sobre un taburete.

- ¿a qué piso?
- negra bella - mintió Vargas - vamos al piso uno.

ella sonrió mostrando el chicle entre los dientes.

al abordar aquella caja oscura comprobé que estaba diseñada para albergar, además de la ascensorista, una camilla y tres adultos con el abdomen contraído. un reguetón de marca y modelo genéricos, era provisto por un blackberry enfundado en rosa, propiedad de la mujerona. a pesar del, o quizás gracias al hilo musical, aquel estatismo me sumió en un sopor indeciso y flojo, del que duerme pero no tumba los párpados. ese que papá siempre describió como "un aguevoniamiento muy arrecho". era un sopor escandinavo. el que mata a la gente que se aburre tranquila mientras muere de frío.

salimos del ascensor en lo que juraría era el mismo sótano. una hoja blanca pegada a la pared con  el número uno escrito con premura y bolígrafo azul, me demostraron lo contrario. los bomberos acarrearon la camilla por pasillos infinitos hasta que llegamos a una especie de patio central. la lluvia rezagada venía a morir estrellada en el cemento como en aquella historia hacían las gaviotas en el mar.

dicen que el momento más oscuro de la noche es justo antes del amanecer. mienten. al atravesar el hall de la entrada principal de aquel hospital. pude constatar que hasta la luna había huido de los ventanales para escapar de tanta oscuridad. tres mujeres jóvenes, en cierta medida atractivas, ofrecieron algo a mis acompañantes. Vargas y Morillo, sin aminorar la marcha, sonrieron y prometieron un tal después. no supe qué sacar de todo aquello. no me importó. al llegar hasta emergencias, la sala a donde casi una hora atrás había llegado en busca de un pariente o más bien, una esperanza, noté que las paredes eran diferentes, la gente actuaba distinto. algo en aquella habitación había cambiado terriblemente.

V

lunes, 23 de julio de 2012

la lluvia

III
- ¿y si no está en el pérez carreño? 
- vamos al vargas
- ¿y si no?
- vamos a el llanito
- ¿y si en el llanito...?

la cara de Iván era la del que no quiere mencionar en voz alta que a los accidentados que llegan muertos no se les recibe en ningún hospital. ninguno de los dos quiso pensar en bello monte, pero al menos yo lo hice. a 100 kilómetros por hora, dejamos atrás la valle-colle para enrumbar hacia los túneles por una muy despejada autopista. al salir del túnel, el aire lucía colores pasteles retrovertiginosos colisionando con cien tonos violetas que advertían una noche larga y oscura. esos colores que tantos likes ganarían si yo tuviese un smartphone para subir a instagram esa hermosa foto recién tomada. la resaca de la lluvia sólo agregaba majestuosidad a la visión.

al llegar al distribuidor la araña, el cartel anunciaba la vega-antímano-caricuao. reconocí la vía. pensé en Ella. mierda. mil veces mierda. el tránsito aminoró su marca y con él, nosotros. sonó mi teléfono por enésima vez, era Mary. le expliqué que todo era incierto, pero que necesitaba que se mantuviera tranquila. me fue fácil decirlo. prometí mantenerla al tanto de todo y creo que aún se mantenía en línea cuando colgué. reconocí nuevamente la ruta. 

éste a la derecha es el estacionamiento de metrobuses de la estación la paz. esa salida que ves ahí como a treinta metros te llevará hacia la avenida san martín. luego, si no hay fiscales, puedes dar la vuelta en u donde está el kfc, me dije cual gps full de tecnología, y de allí es fácil llegar a su casa. nunca más volveré allí. nunca más volveré a verla, recordé. mierda, chamo. mil veces mierda.

Cuando estaba a punto de cuestionarle a Iván por qué no había tomado la salida para ir a casa de Ella, me respondió intuyendo otra pregunta: "por ahí llegamos, pero es un vueltón. la entrada al pérez carreño está más adelante". asentí. "esta vaina está oscurísima - me dijo - yo no sé bien por dónde es". nos detuvimos a pocos metros en un módulo de la policía nacional y preguntamos. el oficial fuera de forma, con la derecha en la pistola, nos señaló en dirección oeste y nos dijo que siguiésemos a esa ambulancia que justo iba pasando a toda velocidad.

al margen derecho de la autopista francisco fajardo, nos encontrábamos serpenteando por un camino negro y angosto que no existía en ningún mapa. algo más parecido al piso siete y medio de being john malkovich que a una arteria vial. la noche había llegado y no habíamos reparado en ello. con fe, más que con determinación conseguimos dar con la entrada del hospital que nos recibía con un inmenso cartel que parecía más de abasto que de emergencias. EMERGENCIAS, así, grandote, en rojo y sin lucecitas ni adornitos. emergencias, una palabra que siempre asocié con un ataque de asma a media noche, o el terrible alarido de un obrero que recién acababa de perder un dedo a martillazos. cositas así. 

al llegar nadie gritaba. algunos compartían una botella de ron, otros amortiguaban con un refresco y la especialidad del perrocalentero de turno. "hacemos igual. yo me bajo y tú ve dónde estacionas", le dije al piloto.

en la entrada me recibió un mastodonte, un mamotreto de carne y hueso, un guardia nacional. el moreno me inspeccionó de arriba a abajo y me preguntó que para dónde se dirige usté; que a quién buscas tú; que a qué hora vino el muerto, bueno, el herido, pues; que si usted es familiar; que pase rápido; que la cosa es en la primera puerta a la derecha y que dale, pues. 

al entrar, la sala de emergencias no era nada impresionante. enfermos, familia y un puesto de enfermeros, en su mayoría llenos de antipatía y ganas de partir. tras escuchar las primeras reclamaciones de familiares, casi ninguna con razón que las sustentase, no los culpé en lo absoluto.

uno de ellos, blanco impecable, me dijo que nadie con esa descripción había ingresado a emergencias y que preguntara por ahí. que por el nombre no lo iba a ubicar y me deseó buena suerte. "ojalá y lo consiga", me dijo cuando le di la espalda.

el hospital miguel pérez carreño es enorme. y uno sólo se da cuenta luego de vagar por sus pasillos buscando a alguien que, a ciencia cierta no sabes si está vivo, muerto o si está en el edificio. una maraña de pasillos derramados desde la bolsa de un descuidado arquitecto guardaban el camino a la bóveda en dónde mantenían a papá. tras varias pesquisas entre agentes de seguridad, policías y alguna enfermera apurada, supe que un adulto mayor había entrado hacían 45 minutos y se encontraba en rayos x siendo examinado. 

luego de pedir las respectivas direcciones, me dirigí a la sala de rayos x que se encontraba en el sótano 3 del edificio. atravesé la penumbra de las escaleras intuyendo apenas la ubicación de los escalones. al llegar al subnivel, todo parecía igual sin importar a donde mirase. paredes y pisos forrados en cerámica blanca, a excepción de una franja de baldosas azules a nivel del pecho. sus texturas, aunadas a la mala iluminación del lugar, daban la sensación de suciedad. caminé en círculos por tres, cinco, doscientos minutos. nada. estaba tan perdido en aquel lugar como el sistema de salud en venezuela. al volver la vista sobre mis pasos, me vi totalmente solo. alguna escena editada de una película de suspenso se había perdido en el sótano 3 del hospital pérez carreño.

atravesé la única habitación sin puertas: era una sala de rayos x y, por lo que supuse, no estaría muy lejos de encontrar a papá. al otro lado, a la izquierda, otra puerta. esta vez entreabierta. toqué suavemente mientras la empujaba. un hombre grande, de complexión gruesa, embutido en un mono quirúrgico verde daba las instrucciones en voz alta, como harto de repetirlas: "pero no bajes los brazos, pedro. mantenlos arriba que ya vamos a terminar". el doctor sostenía una máquina de ultrasonidos sobre el vientre de mi padre.  terminé de entrar y me identifiqué. Vargas y Morillo me esperaban sentados. pregunté cómo se encontraba el hombre, a lo que Vargas cerró el puño con el pulgar extendido y lo acercó a la boca repetidas veces, como imitando una botella. 

Vargas salió conmigo y me explicó lo que había ocurrido hasta el momento, me puso al corriente de las condiciones del adulto mayor y de la pertinencia del eco para descartar lesiones internas. me mostré agradecido por la información. Vargas aprovechó y me pidió que lo salvara con algo. me hubiese mostrado ofendido, pero mi instinto me ordenó analizar el panorama: no se trataba de un fiscal de tránsito o agente de seguridad que me pedía vacuna. se trataba del hombre que probablemente había salvado la vida de mi padre. su sueldo no debe ser de los más altos del continente, ni siquiera de su barrio. "50 lucas. ese es mi capital" y le extendí un billete.

entramos nuevamente a la sala. allí estaba mi padre, orgullo de mi abuelo, deleitando a los presentes con una serenata, a todo lo que le daba la voz en su ronquera. y si algo tiene el viejo es que para escoger boleros, tiene un tacto increíble.

regálame esta noche de Roberto Cantoral, fue la elección.
 
no quiero que te vayas, la noche está muy fría
abrígame en tus brazos hasta que vuelva el día
tu almohada está impaciente de acariciar tu cara
talvez te dé un consejo, talvez no diga nada
mañana muy temprano platicarás conmigo
y si estás decidida a abandonar el nido
entonces será en vano tratar de detenerte
regálame esta noche, retrásame la muerte.

mañana muy temprano platicarás conmigo
y si estás decidida a abandonar el nido
entonces será en vano tratar de detenerte
regálame esta noche, retrásame la muerte


la lluvia


II
justo cuando me disponía a abandonar la casa para ir en metro al hospital, me llamó mi cuñado para avisarme que él me pasaría buscando. en principio no entendí por qué, pero recordé que apenas había colgado la llamada de la señora Margarita, llamé a mi hermana para informarle. entre lágrimas, Mary se volvió mierda. siempre lo hace. decidí sentarme a esperar a Iván.

al llegar, nos saludamos como si fuésemos al centro a comprar hilo de coser, cualquier vaina. el resto del camino nos iríamos en silencio, o eso hubiera preferido yo. apenas tres minutos dentro de la camioneta fueron los que aguantó callado y preguntó: "flaco, échame el cuento bien, ¿cómo fue el peo?". respondí con lo poco que tenía. él hizo unas tres o cuatro preguntas más, yo contesté como un ministro escondiendo los índices inflacionarios: sin muchos datos. "mira, nos reservaron un puestico - bromeé - párate ahí mientras me bajo y pregunto".

me acerqué a la puerta de emergencias, en donde me esperaba sentada una mujer entrenada y curtida en el arte de hacer de cada pregunta ajena, una ofensa contra la que debía responder de mala gana. inquirí por un señor mayor que responde al nombre de tal y que seguramente traía una herida en la cabeza. "aquí no han traído a nadie", escupió con violencia mientras salía una enfermera a quién decidí trasladar la duda.

entre ellas hablaron un rato, hacían memoria y calculaban. sin ningún interés en el proceso por el cual llegarían a la respuesta, desvié la mirada al suelo. estaba parado en un pequeño charco de sangre fresca, de no más de quince centímetros de circunferencia. esta vaina es de papá, pensé, mientras me hacía a un lado. "debe ser el arrollado", dijo la enfermera, a lo que la portera reaccionó. "anda y habla con los de seguridad para que pases por aquella puerta de allá". fui, hablé. me pelotearon un rato antes de dejarme entrar.

- pasas, dos izquierdas y ahí preguntas por el paciente
- gracias

al entrar, las dos izquierdas se transformaron en dos derechas, una izquierda, tres preguntas, dos reversas, otra izquierda, un paseo y tres esonoejaquí. aplaudí con media mueca la organización y el desparpajo del venezolano que no sabe dónde están las cosas que tiene al lado. llegué. pregunté por un arrollado, un señor mayor que responde al nombre de tal. un camillero abrió los párpados, como buscando impresionarme con la blancura de sus globos oculares.

- berro, hermano, ese señor vino con los bomberos, pero lo devolvimos.
- ¿cuáles bomberos?
- no sé cuáles, camarita.
- ¿por qué lo devolvieron, estaba muy mal?
- y la cosa es que acá no hay ni pa' rayos x.
- ¿estaba muy mal?
- y bueno, acá no hay ni gaza. entonces lo mandaron para otro hospital.
-¿por casualidad sabrá cuál, hermano?
- desconozco, mi pana

algo me olió raro. nunca supe si fue aquella mezcla de cloro y septicemia con que coleteaban el piso o el hecho de nadie supiese el nombre de aquel herido. aún cuando todos parecían alarmados por su estado, o por lo que recordaban de él en su fugaz paso por el sanatorio, nadie sabía nada. de vuelta en la camioneta, le informé a Iván que la cosa no era allí y que no tenía idea de dónde.

¿cuál es el más cercano? ¿vamos al hospital de coche? vamos. la ronda de preguntas y repreguntas minuciosas se reanudó. nuevamente me puse mi paltó de ministerio. no tenía mucha idea de nada pero un incipiente susto en el pecho comenzaba a achicarme la franela. en coche no sabían nada de él. revisaron carpeticas, listas. nada. un guardia nacional me dijo que a los que rebotan  del clínico, los mandan para el pérez carreño. ¿sabe dónde queda, joven? asentí con la cabeza y con los ojos dije "mierda".

en el camino no dejaba de pensar en aquel charco de sangre que me miraba desde el suelo. si bien toda sangre es roja, algo en aquella mancha, me pareció familiar. la ausencia de burbujas, la quietud de su tensión superficial y esa tozudez con se negaba a coagular me recordaron a papá viendo tele, empozado en su poltrona reclinable.

domingo, 22 de julio de 2012

la lluvia


papá fue encontrado en varios lugares, varias versiones. ubicación sin esclarecer. aparentemente eso en lo que las memorias de los paramédicos sí parecen concordar, es que se encontraba cerca de casa. lo que parecía un lodazal, era un charco de sangre y baba. no saliva, baba, de esa espesa y agria que llena la garganta hasta desbordar las comisuras cuando se está deshidratado. ante la imposibilidad de pruebas de alcoholemia o análisis hematológicos, el olfato estableció un acertado juicio a priori: la víctima presentaba alta concentración de alcohol en la sangre. bajo el prodigioso palo de agua del 21 de julio de 2012, en caracas, encontraron a Pedro entre la calle y la acera, en una llana cuneta.

llevaba consigo una bolsa plástica de contenido indescifrable de donde manaba una extraña, oscura y viscosa bilis, como si ella también sangrase o se muriera de arrechera. al lado, un sobre de encomiendas con un número telefónico al que Vargas llamaría en los minutos sucesivos. entre él y Morillo, levantaron el peso muerto de 62 años, remojado en alcohol, y lo introdujeron a la ambulancia. cortaron su camisa, una chemise lacoste de esas que sus hijos le obsequiábamos como recuerdo de viajes a tierras lejanas, donde todo es baratísimo. la hicieron girones.

mientras Morillo activaba la coctelera y aceleraba, cortando la ciudad en dos, Vargas respiraba por la boca y chequeaba los signos vitales del adulto mayor. Pedro yacía en un estado de conciencia alterada mientras era requisado. alguien le revisaba los bolsillos en busca de documentos que lo identificasen y aquel hombre no sabía por qué. el bermuda tipo cargo, regalo de sus nietos, era la más pura inmundicia. "para abuelito, con amor, de sofia y juan andrés", decía la tarjeta de aquel cumpleaños.  su barba desprolija y el corte de cabello autoinflingido, dan cierta sensación de indigencia y abandono. pero esa camisa es cara. y ese tipo de sandalias no se las habré visto a mucha gente, pensaría el bombero.

tras controlar la situación, tomó el celular y llamó al número del paquete, observando que el código de área era de barquisimeto. al otro lado de la línea atendió alguien cuya indiferencia le hizo suponer que no se trataba de un familiar. tras la breve explicación de Vargas, barquisimeto llamó a caracas para comunicarle lo sucedido a una conocida de Pedro en la capital: la hija de la doctora Margarita, a quien iba destinada la encomienda.

Margarita es abogada, una bruja. nunca he visto su cara. desconozco su color de piel y su estatura, pero no sus intenciones. es de esas personas que gustan de ser citadas por su título. crujía los dientes cada vez que por teléfono yo la llamaba señora, no doctora. yo hacía lo mismo cuando ella me llamaba por mi nombre. ese Miguelángel que, salido de su boca, me produce arcadas.

ella, la señora Margarita, a quien mi padre hacía trabajos menores de reparación y otras diligencias para ocupar el tiempo y la mente tras su jubilación, y con quien había establecido cierta especie de relación amistoso-patronal, consiguió (talvez sin quererlo) enamorar a papá y alentarlo a que introdujese el divorcio, un trámite en el que ella le prestaría asistencia legal. el alegato sería el de las diferencias irreconcilliables. "ella es chavista, y los domingos se va y que a un retiro espiritual, pero yo sé que eso es una secta. no sé si mencioné que mi esposa es chavista". papá nunca fue un cobarde, pero jamás pudo entregar el documento a mamá.

- aló, buenas tardes. ¿con quién hablo?
- ¿con quién desea hablar?
- es la doctora Margarita ¿quién es? ¿miguelángel?
- ¿qué desea?
- es que me llamó mi hija, que la llamaron. que tu papá se cayó bajando de un autobús o algo así y se golpeó la cabeza y lo están llevando para el clínico universitario.
- ¿tiene alguna otra información?
- no. bueno sí. parece que iba tomado, llevaba un paquete para mi hija...

Nunca tuve intenciones de prolongar aquella conversación un segundo más de lo necesario. Interrumpí.

- muchas gracias. hasta luego.

aunque aquella fue una llamada que había estado esperando desde hacía mucho tiempo, el hecho de que el nexo entre Pedro y su familia fuese precisamente la mujer que trataba de romperlo, me descolocó un poco. me vestí deprisa pero sin alarma, mientras pensaba en ese hombre que vivía conmigo y con quien no hablaba en meses.

miércoles, 18 de julio de 2012

cuatro observaciones no graciosas y una más


querer:

es un artículo cuyo valor es directamente proporcional a su fragilidad

es ver televisión nacional. al final sabes que saldrás herido

es un piercing en la teta. es bello, pero bastante inútil

las personas son como los resultados: no basta sólo con quererlos

es agua hervida. al final puede saber bien o mal, pero te mantiene saludable

nota al lector: no deje de hidratarse

lunes, 16 de julio de 2012

sueños de trastorno / elegía cognitiva


insomnio es la soledad en pijamas,
es la solitud en mis horas más bajas
insomnio es certeza que apaga la tele
me abraza y me besa y se acuesta en mi cama

insomnio es el frío que arropa mi cara
y libre de culpas, me arroja una almohada
de piedra toda, filosa y dentada
insomnio es aroma de noches amargas

insomnio es el día que oscuro levanta
el eterno vestigio de noches más claras
insomnio es rocío en miradas lejanas
que miran con frío y me mojan la cara

insomnio es hastío. la asfixia y la calma
me abraza y me besa y se acuesta en mi cama

miércoles, 11 de julio de 2012

la voz de los perdedores

hace poco, ignoro cuánto tiempo, vio la luz un disco (el segundo) de un carajo al que vagamente reconozco como el bajista de los melancólicos anónimos. se llama pachi jiménez. no el disco, el autor. la obra, cuyo nombre bautiza también a este post, es de arte.probablemente quien se haya topado ya con este trabajo discográfico pudiera decir que es bueno, que es malo, que es regular o todo junto. esa gente no ha perdido.

1. la de los perdedores arranca con la experiencia como voz principal. esa conciencia maldita que le manotea en la cara al fracaso envalentonado en el cliché de volver a montarse en el caballo, ignorando que va a volver a caer. uno, que es un pobre guevón, no termina de dar crédito a esos paisajes tan grisáceos y conformistas. esos paisajes que nos vencen de a poco y a coñazos. y sin  más, uno se trauma y desea 2. buena suerte, que es el lamento del que pierde por dejar de luchar y se convence de que todo estará mejor. un loco irresponsable que ignora que libertad no es estar solo, sino con quien se quiere; que abandonar para hacer lo que nos da la gana es emancipación aventurera que luego cobra peaje y se vuelve sobrepeso en la aduana del recuerdo. "que te vaya bien", es una de las más grandes mentiras jamás dichas o, al menos, de las más dantescas verdades dichas a medias. el perdedor es rencoroso consigo mismo y por eso la mayor venganza contra su propia humanidad está en el deseo secreto de ver al objeto de su afecto pasando roncha y saboreando un trago amargo en versión "palo 'e músico". 3. ella y yo nos vamos es la voz del perdedor que triunfa sobre el perdedor que se derrota a sí mismo. triste tragicomedia que cada día vuelve a su 4. génesis. por el principio empieza todo final y en el mundo del perdedor, cuando intentas hacer el bien, te sale mal. ya sea que estés en parís o 5. en caracas, te lloverá. es allí donde la única y verdadera compañera del alma, la soledad, te abraza otra vez. 6. es fácil negarse y creerse un loco soñador. éste  es, quizás, el peor de los perdedores: el que no se reconoce como tal, el que pide oportunidades que sabe le están vetadas. no hay caso ni redención. 7.  igual, uno promete cambiar, promete permanecer igual, promete lo que no puede. "la tapa de la poceta voy a levantar cuando vaya a mear. tan solo no me falles". pero al final uno se da cuenta de que el 8. puente sobre aguas turbias se quebró y que los regresos son, si no imposibles, al menos imposibles. como buen perdedor, ya puedes dejar de luchar y te entregas al mar, a la nada, al 9. señor, tratando de redimir faltas, pecados ya vencidos. y ya el asco no da para más y te quieres ir a 10. tierras lejanas. acá ya no hay lugar para ti. tu derrota es muy grande y la isla se hunde. es hora de comenzar el éxodo a otros errores por cometer.


a riesgo de adentrarme en los abismos de la propaganda desmedida y la jaladera de bolas, esto es, en palabras, lo que me generan esas diez canciones. no quiero caer en ese terrible género de los que afirman que "el autor quiso decir tal o cuál cosa". nunca fallar se escuchó tan bien. el pachi lleva la voz. me reconozco como perdedor y esta es mi derrota.

éste es un disco para perder(se), pues encontrarse es cuestión de dos.