sábado, 25 de agosto de 2012

la lluvia

IX
la sangre, como esputo de un pozo petrolero, oscura y abundante, se camuflaba en la tez negra que brillaba al contacto con la luz. como si aquel hombre estuviese hecho de vinilo. mientras escribo estas líneas, sus estremecedores alaridos retumban entre las paredes de mi cabeza y nuevamente siento escalofríos. ganas de llorar y un patético despliegue autoindulgente, al recordar cómo tres balas, una en el rostro y dos en el torso, convierten a un hombre en un niño asustado, asfixiado en pánico y a merced de todo aquello que no controla. recordé la fábula del león y la astilla. las tres astillas.

quise decir algo, no sé qué, pero sólo un suspiro seco salió de mi boca mientras comenzaba, de manera casi imperceptible, a temblar. la herida en la cara, un ojal de 7 centímetros bajo el pómulo izquierdo, se estiraba en cada inhalación. se abría y se cerraba como una branquia echa a medida, cincelada con el roce del proyectil.

un médico a quien no había visto hasta ese momento, introducía un delgado cable blanco por el conducto abierto por una de las balas desde el hombro. el enfermero que minutos antes había resuelto el problema urinario de Pedro, atajó mi mirada de asco: "es una vía para que respire, porque la bala perforó el pulmón. algo muy feo. impresionante que pueda gritar así". Wilson el fuerte nunca bajó la intensidad ni de sus gritos, ni de la violencia de sus movimientos. logró acabar con la paciencia de la doctora, quien llegó al punto de zarandearlo y propinarle un par de cachetadas. cuando se dio cuenta de que no sentía sus piernas, Wilson Meza comenzó a llorar y exclamaba al mundo el por qué de sus lágrimas.

"¡dios mío! ¡no siento mis piernas, dios mío! ¡ay, dios mío, por qué!" fue el mantra que repitió hasta siempre. era una escena capaz de fracturar al carácter más fuerte. al mío, como era de esperarse, no sólo lo destrozó sino que quemó todo desde los cimientos para que nada más pudiera retoñar en aquella porción de mi alma.

una mujer canela lloraba a mi lado. la minifalda floreada y diminuta envolvía las nalgas que coronaban sus torneadas piernas y una blusa blanca, hasta las costillas, dejaba ver el abdomen apenas falto de tonicidad. de pelo ensortijado y con rasgos muy apetecibles, observaba el espectáculo, apretando en un puño un trapo ensangrentado y ostentando una lágrima petrificada en la mejilla. la expresión de su rostro era la de una de esas máscaras de demonios japoneses, la de hanya. nunca cambió hasta que un asistente se acercó al puesto de enfermeros cargando en sus manos los objetos personales de la bestia. "yo soy su pareja, démelos a mí", rompió el mutismo.

- ¿es usted la esposa o familiar?
- no, pero yo soy su mujer. yo estaba bailando con él.

tras escuchar una breve explicación de por qué era imposible que le entregasen las pertenencias del paciente, por no ser su familiar directo, la mujer abandonó la sala con un gesto de fastidio, contrariada, mientras el enfermero procedía a meter en una bolsa el inventario de objetos que incluía un iphone 4S, un reloj metálico de aspecto caro, un manojo de llaves, un paquete de cigarrillos y una pequeña fortuna en billetes de cien.

Vargas, quien se había acercado a colaborar con el herido, o eso creía yo, volvió a pararse a mi lado con una mueca de decepción, parecida a la que recién había dejado tirada la pareja de baile del baleado. "por un pelo no coroné. estuve muy lento", aceptó y no entendí.

- cuando llegan esos tipos así, esos que uno sabe que tienen dinero encima, todos se ponen las pilas a ver quien saca la tajada. si no es porque hoy el enfermero se adelantó, tuviera yo esos reales. el truco está en manejar los ángulos, sabes. que nadie te vea mucho rato cerca del herido. si son joyas grandes, o relojes, hay que sacárselos en la ambulancia. hay que quedarse con cosas pequeñas que nadie logre detallar. los anillos, por ejemplo. los teléfonos celulares no son recomendables porque los bloquean. el otro día, llegó un tipo así como éste y tenía como dos mil bolívares encima. con eso resolví la quincena y hasta llevé a la jeva a la playa.

mi cara debió haber sido un poema de baudelaire, pues el paramédico sintió la necesidad de justificarse: "hay que rebuscarse, hermano. la situación está dura". recordé que al revisar el bermuda de papá, sólo encontré las llaves de la casa, las tarjetas de crédito y no el dinero en efectivo que siempre lleva en el bolsillo izquierdo para eventualidades. miré a Vargas con una mezcla de miedo y resignación, como se mira al carroñero en la sabana, como miro a los agentes cada vez que reduzco la velocidad y bajo el vidrio de la ventana, mientras atravieso una alcabala policial. sonreí nervioso.

cuando finalmente arribó la esposa de Meza, la legal ignoró a una enfermera que pretendía explicarle los pasos a seguir para retirar ciertos artículos de su esposo. ni siquiera preguntó por las pertenencias. se dirigió a la camilla en donde Wilson se quejaba y acusaba una paraplejia que, como testigo, yo nunca llegaría a confirmar. la negra, una señora con evidente sobrepeso y cara de fatiga crónica, con parsimonia y calma limpiaba la sangre del cuello de su marido. no economizó en palabras de aliento y consolación. que ya vamos a salir de esto, mi negro, que los dos juntos, que todo va a estar bien.

"pobre cornuda ignorante", pensé con soberbia.

el neurocirujano llegó. era el mismo médico a quien había visto introducir la vía hasta el pulmón de Meza. examinó la papá, o ese remedo de él, para descartar daño cerebral. le preguntó dónde estaba, qué día era, qué le había pasado, dónde vivía y mil cuestiones más, alineadas en un larguísimo etcétera. papá mostró buen humor, como suele ocurrir cuando habla con extraños.

- ¿qué estabas haciendo, Pedro?
- tomándome unas cervecitas
- ¿cuántas te tomaste, Pedro?
- creo que dos.
- yo creo que todas, Pedro. -se volteó hacia mí- este hombre está bien. bastante ebrio, deshidratado, pero neurológicamente bien.
- mentira. yo vivo con él, es un loco de mierda -pensé-.
- llévelo a que le suturen la herida en la cabeza, lo trae nuevamente para ponerle hidratación y puedan irse a casa.

de no ser porque sabía que todo cuanto había ocurrido aquel día no era sino una grosera derrota y que probablemente algún tiempo más estaríamos allí, habría cantado victoria.
X

lunes, 20 de agosto de 2012

la lluvia

VIII
había perdido la noción del tiempo y no recordaba la última vez que había visto a Vargas o a Morillo. pregunté a un enfermero de ojos pesadísimos. era de esa gente que mira de reojo aún estando de frente, como con displicencia, si existía la posibilidad de que los paramédicos que trajeron a papá hubiesen abandonado el hospital. "no, niño. -dijo alargando la primera sílaba hasta convertirla en un chirrido grotesco que daba paso, juntas, a la Ñ y la O- con lo que gano yo en cuatro meses, no me compro esa vaina, no se tú. si esa camilla se pierde, la tienen que pagar ellos. con decirte que primero dejan al herido, antes que a la camilla. es hasta preferible explicar por qué se murió alguien que pagar esa cantidad de plata".

su risa fingida me generó alguna nausea, nada grave. la cruda verdad tras ella me revolvió un tanto más el estómago. luego de sacar algunas cuentas mentales, estimando que un enfermero ganase en promedio 5.000 bolívares al mes, entendí que aquel aparato era más un vehículo que una cama. agradecí la infomación sin despegar nunca la mano del hombro ensangrentado de papá.

aproveché nuevamente para observar aquella parihuela ataviada de palancas y barras metálicas. las  texturas que creaba la sangre seca sobre el delgado colchón eran perturbadoramente hermosas, como fractales. seguí con la vista mi dedo mientras recorría los diferentes caminos vinotinto a través del acolchado plástico. al percatarme de la humedad del mismo, me apresuré a retirar los exámenes que había puesto bajo la colchoneta, no sin salpicarme de un líquido oscuro, amarillento y turbio. era de esperarse: el catéter, previamente maltratado por Pedro, tenía una fuga y nuevamente mi padre se había meado en mí, por decirlo de alguna manera. debo reconocer que la tarea de escurrir unas hojas de papel, sin más utensilio que mis manos y la tela de mis pantalones, me distrajo un poco de todo aquello que me rodeaba.

al darme cuenta de que la bolsa al extremo del catéter rebozaba de líquido, supuse que pedir ayuda era la norma, pero no. para el enfermero, el gordito, toda una reina de la mala actitud, la petición fue, talvez, una declaración de guerra. sin mirarme, me informó que no contaban con bolsas para cambiar la usada y que debía vaciarla yo. señaló la puerta del baño y me ordenó buscar un recipiente. respiré profundo: metal y orine en mi nariz. revisé durante algunos minutos, a costa de un paciente que me había cedido el turno en el cuarto de baño. nada. me dirigí nuevamente a aquel hombre, quien se antojaba tan señorial como una boa de plumas, para encontrarme con una bofetada en tres palabras: "entonces no sé".

uno de los enferemeros de mayor rango, o por lo menos antigüedad, que había estado observando aquella conversación se dirigió hacia mí cuando notó que yo apretaba el puño y me preparaba para decir un par de verdades a la madame. me tomó del brazo con gentileza y me preguntó cuál era el problema. le dije que mi viejo estaba lleno de meados y que su colega no me estaba facilitando nada jugando a la malvada de las novelas mexicanas. el señor deformó su bigote cano en una sonrisa y me dijo que sí habían y que me buscaría una bolsa. con total maestría y en cuestión de segundos, logró cambiar el depósito del catéter y tiró a la basura aquella otra bolsa inmensa que parecía llena de un tecito de esos que tanto aborrezco. agradecí con humildad y una improvisada reverencia. miré de soslayo al gordo y creo haberle dicho, en voz muy baja, hijo de puta.

aquel episodio de refacción me impidió darme cuenta de los gritos que se escuchaban desde hacía algunos minutos. esta vez no venían de un paciente malherido o de algún familiar desesperado. se trataba de una mujer policía que sin el uniforme, tres tallas más pequeño, pasaría por una doña cualquiera, de esas que va por las tardes a la panadería a comentar el último chismecito con la excusa de comprar pan. con vehemencia brutal, interrogaba a un joven como si de su respuesta dependiera el destino de la humanidad. su desazón no pudo ser mayor ante la poca colaboración de aquel veinteañero, mototaxista y residente de la zona.

- ¡dime quién te dio el tiro, pues! si tú crees que no te van a rematar porque conoces a medio mundo, estás muy equivocado. los he visto como tú, más guapos y valientes, y al final toditos se acuestan. - por efecto de las balas, intuí - y ese tiro que tienes te va a dejar cojo, oíste. ¿cuándo has visto a un cojo respetado, ah? dime, anda. ¡ya no eres nadie! al menos sálvate y dime quién fue.

el casi rengo, adolorido y con una mano en el glúteo, no dijo nada.

la mujerona se apartó y lo desahució con un gesto de resignación. "tú verás", se despidió. allí quedaron tres oficiales de la policía nacional haciendo sus propias e infructuosas indagaciones. el rengo nunca abrió la boca. estaba ido, pensando en otra cosa que no atiné a descubrir si se trataba de la bala que tenía en el cuerpo, o si de ahora en adelante iba a poder cambiar las velocidades de su moto con normalidad. "el quirófano está listo, vamos". dos enfermeras y un policía escoltaron al mudo fuera de la sala.

Vargas se hallaba parado a mi lado. no lo había visto llegar. preguntó cómo iba todo y le dije que igual, que el neurocirujano estaba perdido en acción. chasqueó los dientes con hastío y encorvó la espalda mientras introducía sus manos dentro de los bolsillos del pantalón. sin nada mejor que hacer, se quedó allí conmigo. pregunté por Morillo y me dijo que dormía en la ambulancia, que estaban (de turno) redoblados y que desde hacía dos días no dormían arropados y en sus camas. Vargas me confesó que a veces era mejor, porque a su novia le gustaba salir a pasear y hacer cosas juntos. "yo lo que llego es a la casa con ganas de dormir y la jeva lo que quiere es que si cariñito y que si vamos al cine y que si vamos a bailar. una ladilla". puse mi mejor cara de colega y pretendí entenderlo. "una ladilla", agregué con un pincel.

interrumpiendo un silencio de no más de cuarenta segundos, el agente de seguridad hizo lo acostumbrado. despertó a los familiares que dormían en el suelo, junto a las camas, y los conminó a salir del cuarto. con el pie, incluso, se atrevió a remover a una señora de sueño pesado. "vamos, doñita, no se puede quedar ahí". un nuevo baleado llegaría al sitio. se trataba de un hombre negro, altísimo aún estando acostado, de contextura gruesa y un abdomen abultado como el de un jugador de softbol de fin de semana. a éste lo cargaban entre seis y pesaba media tonelada a juzgar por el terrible esfuerzo de los socorristas.

las preguntas ¿cómo te llamas?, ¿sabes dónde estás?, ¿qué te pasó? encontraron como respuesta unitaria rugidos terribles, que salían desde lo más oscuro de su garganta, como orcos desde mordor. la voz era distorsionada y grave como su estado físico. entre varias personas lograban dominarlo a ratos para luego sucumbir a la fuerza bruta de aquella bestia herida. tras inmovilizar la cabeza gigante rasurada al rape, con una suerte de llave grecoromana, la enjuta doctora, la gocha, logró al fin una respuesta inteligible. wilson meza.
IX

domingo, 12 de agosto de 2012

la lluvia

VII
mientras el personal de limpieza extinguía el charco de sangre, me volví hacia papá para comprobar si el episodio lo había exaltado de alguna manera. ni se enteró. miré a Iván, quien claramente estaba conmovido con la escena. "mierda, miguelito. vámonos. nos llevamos a tu papá de acá para una clínica o algo. Carola - mi prima, cirujana - está en saludchacao". era imposible que aquel cadaver se hallase tan pronto en descomposición, pero el olor a muerto y la conmoción, me hicieron ver aquella como una buena idea. la otra opción era la de esperar por un médico que probablemente nunca aparecería. me dirigí a la residente de turno y planteé mi inquietud.

- hay que esperar a que el neurocirujano le dé el alta. también estamos a la espera de una segunda hematología para descartar complicaciones, debido a que el paciente no colabora y no sabemos cómo se produjeron las lesiones.
- ya. pero igualmente podría llevarme a mi papá de acá, ¿verdad?
- lo haría contra opinión médica. tendría que dejar todos los resultados de los exámenes practicados y, lo que realmente le complicaría las cosas a usted, si el paciente muere o le pasa algo, sería total y exclusiva responsabilidad suya.

¿muere o le pasa algo?, me pregunté. ¿qué es algo?

con un gesto realmente humano y despojándose de esa coraza que debe vestir bajo el uniforme, colocó su mano sobre mi hombro y sonrió. "ya el doctor debe venir. no se desespere, que lo peor ya pasó". imaginé un escenario en el que papá, fanático de complicarme la existencia, se moría en el trayecto a otra parte. le di golpes en el pecho, inicié compresiones tal como lo hacen en las películas, le limpié la saliva seca de la boca y, con profundo asco, coloqué mi boca sobre la suya para darle respiración, mientras luchaba contra las arcadas que me producían el hedor del alcohol y la sangre. luego rompí en llanto furioso y lo maldije. lo golpeé mil veces más y lo maldije. él permaneció muerto, triunfal, victorioso. volví a la sala de donde nunca salí, miré a Pedro en su camilla y desistí del plan de llevármelo con su vida en un pagaré. asentí aliviado a la petición de la joven médico.

noté que era gocha, de esa gente que sin importar cuántos años pase en otro lugar, no pierde jamás su acento andino. su tez morena y el cabello liso amarrado en un moño mal hecho, le daban cierto aire a calcuta. contrariamente a lo que había supuesto, tenía una sonrisa linda y llena de calma. sus ojos, oscurísimos, brillantes, parecían confeccionados a medida para la ocasión. combinaban de manera magistral con las ojeras negro mate que chorreaban casi hasta los pómulos, acusando las noches sin dormir. cuando iba a preguntar su nombre, entró intempestivamente a la sala Gustavo González.

el señor González, al parecer, era un hombre importante y de poco verbo. entró escoltado por cuatro hombres de negro, en cuyas espaldas podía leerse "brigada motorizada", y sin mediar palabra permaneció en el suelo hasta ser atendido. apenas su camilla, improvisada de una tabla de madera, fue depositada en el centro de la sala, todos dejaron lo que hacían para desmedirse en cuidados hacia aquel hombre, prioridad de todos los demás. cuando pregunté quién era aquella persona tan importante, me dijeron que tenía el altísimo cargo de apuñalado múltiple. pude escuchar de los presentes que el cuchillo había entrado por lo menos seis veces. nuevamente el agente de seguridad de la sala procedió a desalojar el recinto, pero esta vez puso poco empeño en sacar a Iván y a mí ni siquiera me tomó en cuenta. vi en silencio el piso llenarse de rojo nuevamente.

se hizo lo posible para contener la hemorragia y reparar lo que se pudo. su estancia fue breve. imaginé que aquel señor tendría una agenda muy apretada y que su reunión en el quirófano no podría esperar. apenas hubo abandonado la sala, esta vez sobre ruedas, el tiempo comenzó a andar nuevamente. incluso el resto de los pacientes retomaron las quejas y dolores puestos en pausa. eran las 9 y 25 de la noche según el reloj de papá, que desde hacía un buen rato, y sin recordar la razón, llevaba en mi muñeca. también era hora de joder en punto. papá preguntó por sus bermudas e hizo amago de saltar de la camilla. casi sin esfuerzo, y como de costumbre, emasculé sus intentos. mi cuñado ya no estaba.

en el breve instante en que logró separar su espalda de la colchoneta, noté la cantidad de sangre que el viejo había perdido, asombrado, como quien observa la parte del iceberg que se oculta bajo el agua. recordé que en ocasiones he llegado al punto de casi perder el conocimiento por mi miedo irracional a la melaza que me inunda por dentro. siempre me ha impresionado mucho la sangre, pero algo en ese charco era distinto. era sangre negra, casi sólida, como si un nuevo ser tratase de materializarse en meiosis. tomé un pequeño coágulo y lo sostuve entre el índice y el pulgar. lo examiné, lo acerqué a mi nariz y cerré los ojos. sentí frío. hierro.

por segunda vez me quebré. Iván había salido a llamar a Mary para reconfortarla y decirle las mentiras del caso. ella le contaba a mamá, quien a su vez mantenía informado a Manuelito, mi hermano. todos estaban conectados de alguna manera. amigos y familiares llamaban o enviaban mensajes con los mejores deseos y aprovechaban para ponerse a la orden para lo que necesitásemos.

y me vi solo. en mi enorme egoísmo, me vi solo. sin nadie a quien llamar para mortificar, sin nadie que llamase a preguntar cómo estaba yo y no mi padre. puede parecer extraño pero viendo aquel reloj me sentí como esa partícula, ese engranaje suelto que siempre suena al agitar la muñeca y cuya razón uno ignora. esa pieza que aún fuera de sitio no afecta el funcionamiento del aparato. esa pieza, esa cosa que no encajaba en todo esto, era yo.

"herido de bala. por favor, todos los familiares despejen la sala". pero yo me podía quedar.

lunes, 6 de agosto de 2012

la lluvia

VI
con una leve inflamación de los párpados y ese rímel invisible que es la tristeza recorriendo el contorno de mi cara, respondí al vigilante: "sí, hermano, todo bien. gracias". el guardia asintió como si temiese quebrar algo en algún movimiento. con cautela esperó alguna palabra más. al tiempo que me estrujaba los ojos con una de las mangas del suéter, pregunté por agua.

*
no había comido nada desde las diez de la mañana, antes de salir de casa rumbo a los palos grandes a visitar el mercadito de los sábados. allí unos amigos tienen un puesto en donde venden libretas de papel reciclado muy bonitas. compré cuatro, aunque con una hubiese bastado. recuerdo haber estado a punto de despedirme, cuando no sé por qué razón decidí quedarme a esperar la lluvia. ignoro si se trataba de truenos o era el rugir de la jauría que desde el cielo vendría a modernos la piel. 

nos refugiamos bajo el toldo mientras veíamos el agua correr bajo los pies, en un riachuelo que pronto se convirtió en caudal de considerable potencia. con los pies envueltos en la cataplasma de algodón y barro que eran mis medias, y ahogado por la humedad, decidí salir a bailar en la lluvia. bailé y entoné alguna estúpida canción mientras el público me miraba sonriente, como recordando sus propias danzas infantiles. ellos, no yo, eran un espectáculo melancólico y triste de ojos moribundos. 

una vez me hube marchado, tras ayudar a recoger el toldo, la mesa y un par de cajas llenas de mercancía, me supe empapado. bajé por la boca del metro y sentí a la ciudad llamarme de vuelta. presentí una maldad próxima, algo de eso que llaman pálpito o presentimiento. supuse que eran los primeros síntomas de la gripe instantánea. me puse los audífonos y abordé el tren. fue un viaje breve. llegué a casa, tomé una ducha de veinte, treinta minutos quizás y justo cuando me preparaba algo para almorzar, recibí la llamada que habría de dar inicio a mi participación en esta historia.
 *

eran al rededor de las nueve de la noche. pregunté si sabría dónde hay un bebedero o alguna maquina expendedora de agua. no de jugo, no de refresco, de agua. el vigilante negó con el semblante derrotado de quien se acostumbra a la carencia. me pregunté si algún día yo desarrollaría aquella expresión y no supe contestarme.

- No, compa. aquí no hay, tiene que salir a comprar en la máquina que está al doblar la esquina. el problema es que lo dejen entrar de nuevo.
- ni hablar, ni de vaina. no puedo salir. tengo que estar pendiente a que llegue el doctor.
- pero si quiere le hago el favorcito. usted me da un potecito y yo se lo lleno. es para usted o para el paciente?
- ambos. no tengo pote.
- no se preocupe. yo le lleno una botella de plástico, de las grandes y si quiere después me ayuda con algo.

aquel episodio me llevó a darme cuenta de que estaba jodido. en algún nivel introspectivo estoy, presente, jodido. la insistencia en la buena acción de aquel hombre cuya edad rondaba los cincuenta años, me hizo dudar, desconfiar y, ulteriormente, advertir alguna trampa.

incluso llegué a pensar en algún cartel clandestino de tráfico de agua potable traída desde una locación indeterminada y revendida a precios petroleros. con un ademán amable y miserable, de esos que hace la gente a los que limpian parabrisas en los semáforos, le dije que no se preocupara. no faltaba mucho para salir del hospital, agregué. "no se preocupe. por acá estamos". mientras se alejaba, me sentí avergonzado. no digo que siempre haya visto al prójimo con demasiada simpatía pero recientemente, y por razones que no vienen al caso, he tenido algunas dificultades para confiar en la gente y otras cosas. sé que alguna conexión, algo en mí, se quebró quién sabe cuándo.

jodido, volví a la sala sin noticias y vi a papá envuelto en el suéter de Iván. yo conservaba el mío y Pedro ya no temblaba de frío. Mi cuñado preguntó si no sabía nada nuevo. no. miré su suéter sobre papá con envidia secreta y no sé aún si admiraba aquel abrigo impecable de los medias rojas o recordaba el desplante de mi padre minutos atrás. siempre he sabido que el requisito único e imprescindible que se debe poseer para recibir el favor de Pedro es no ser familia suya. nunca advertí hasta ese momento que para pedir ayuda las mismas calificaciones aplicaban. cosas del viejo.

advertí que la sala estaba repleta de gente uniformada y no adiviné curanderos entre tantos policías. un agente de seguridad del hospital, con la calma y el aplomo de un acomodador de cine al final de la función, desalojaba a los familiares en vigilia de la sala de emergencias. antes de tener oportunidad de inventar alguna excusa por la cual yo debía permanecer allí, alguien detrás de mí me apartó de un manotazo. una estela de sangre y el sonido de las botas de los paramédicos me rebasó por la izquierda. postrado en el puesto de enfermería reconocí nuevamente el olor a óxido férrico corroyendo mis amplísimos conductos nasales. "¡herido de bala! ¡permiso, un tirotiao!"

sería el primero. no supe su nombre, no tenía. entró desnudo de ropas y de conciencia. un par de hilos oscurísimos salían desde un agujero ubicado justo debajo de su clavícula derecha para convertirse en edredón sobre la camilla. los ojos blancos sin iris ni pupila, y mi temible agudeza para lo inapropiado, me hicieron recordar aquellos titulares de prensa que advertían de ladrones que despojaban a las víctimas de sus córneas para venderlas. un segundo hoyo a nivel de la boca de su estómago selló cualquier atisbo de hambre dentro del mío.

aquel hombre de veintitantos años vestía una piel curtida a moretones. la aleatoriedad de sus espasmos musculares imitaba a la perfección el dolor de los que aún no mueren pero quisieran.  sudaba, incluso, y exageraba la salivación. aquel brillante actor logró engañar a todos. de no ser por su inhabilidad para respirar habría burlado incluso a doctores y enfermeros. tres palabras vinieron a desbaratar un mito: "éste llegó muerto". resulta que si los difuntos disimulan lo suficientemente bien, pueden ingresar en emergencias como si estuvieran vivos.