domingo, 23 de septiembre de 2012

la lluvia

XI
no ingresaría, por el resto de la noche, ningún otro herido de proyectil ni malogrados por violencia punzocortante. sí, afectados por golpes caseros y víctimas, como mi padre, de sus propias borracheras. sólo un hombre algo mayor trató de colarse a la sala, pero fue descubierto en su intento por parecer vivo. el cadáver, con dos disparos en la ingle, fue rápidamente enviado a la morgue, supongo. sin dejar rastro, Vargas había desaparecido, quizás por última vez. cuando los familiares reingresaron a la sala a cuidar a sus enfermos, luego de haber sido desalojados por enésima vez, Iván logró entrar con ellos y trajo consigo una bebida energética. la tragué en cuestión de segundos, pero la sed seguía allí, era un fuego y aquello apenas un baldazo de agua turbia. agradecí a mi cuñado de manera sincera y no sin cierta decepción.

por fin hubo tiempo para extraer la sangre de papá y mandar la muestra al laboratorio para la hematología. dos horas, dijeron que tardaría. dos hora más o menos. quizás hasta tres, pero nunca cuatro. bueno, una vez los resultados de un paciente tardaron seis horas por error del laboratorio. pero eso casi nunca pasa. mientras esperamos, la enfermera le pondrá una vía para hidratar al paciente y que se le baje la embriaguez y recupere algo de conciencia. hay que estar pendientes de la posición del brazo, dijo la mujer. debe permanecer inmóvil en tal o cual posición para que el flujo no se vea interrumpido.

papá, como si hubiese escuchado con atención, comenzaría en lo sucesivo a mover su brazo con la rebeldía de un espíritu punk insospechado. con él yo nunca iba a tenerla fácil.

- si quieres que la cosa sea más rápida, lleva tú mismo la muestra hasta el laboratorio.
- está bien - dijo Iván, al tiempo que tomaba el pequeño tubo de ensayo
- ay, hazme un favor. aprovecha y súbeme todas éstas. son siete. le dices a la chica que manda a decir la doctora que te las reciba. le das este papel con la orden.


al caer la primera, me pregunté cuántas gotas habría en aquella bolsa de líquido, cuántas gotas habría en quinientos mililitros. traté estúpidamente de contarlas, pero al llegar a setecientas tres me rendí. a ritmo de una cada dos segundos, ¿cuántas gotas se necesitarían para vaciar la bolsa y el reloj? quise averiguar la cifra que determinaba mi tiempo y ubicación espacial y me entretuve formulando aquel problema matemático y existencial con rudimentarias ecuaciones mentales. repasé los datos una y otra vez y la respuesta fue siempre la misma, exacta e implacable: proporcional a los minutos restantes de estadía, la cantidad de gotas tendía al infinito. días más tarde, recordaría que, aunque todo ese tiempo estuve con Iván, nunca o casi nunca cruzamos palabra.

*
quisiera poder decir que aquellas dos horas transcurrieron sin novedad, que no pensé en nada y que descansé. quisiera. la verdad es que pensé en muchas cosas, más que todo en estupideces y personas. pensar es terrible para la salud. pensar es golpearse el ánimo contra una pared. y no hablo de "pensar en", de aplicar el raciocinio y discernimiento para encontrar soluciones a problemas puntuales, como salir de un pozo, ganar dinero o llegar a un sitio. hablo de "pensar". pensar como recreación ociosa, sin tema o rumbo definido, como esa gente que camina por caminar hasta que se pierde y entra en  pánico. no es de extrañar que esos que etiquetamos como grandes pensadores (en su mayoría), hayan terminado enloquecidos o trastornados y que, independientemente de si gozaron o no de longevidad, tuvieron vidas de mierda, acentuadas por la burla extemporánea del reconocimiento postmorten.
*

me pregunté cuántas gotas habría en aquella bolsa de líquido. cuántas gotas en quinientos mililitros, cuántas gotas debían caer para vaciar la bolsa y el reloj. y nunca supe. aún cuando siempre estuve pendiente de que el goteo fuese continuo y regular, en algún momento esa pequeñísima lluvia se detuvo. di golpecitos al tubo pero, aún cuando la bolsa estaba casi llena, había escampado de forma definitiva. la lluvia fuera de la ventana también amainaba. recurrí a un enfermero y evitando que fuese el gordo de antes, elegí a uno y coloqué mi mano sobre su hombro. el diagnóstico fue inmediato: la vía había sido mal colocada por la enfermera y la solución salina no había entrado al torrente sanguíneo por la vena. se había infiltrado, me dijo, al músculo del antebrazo izquierdo de Pedro que, entre su dolorosa mueca facial y la ficticia hipertrofia muscular del miembro, era más un símil de popeye que mi padre.

dicen que es una situación dolorosa pero gracias a dios, el derrotista gracias a dios, el cerebro de Pedro nunca se percató y fracasó en enviar las señales correspondientes a los receptores sensoriales. hagamos algo, dijo el asistente, vamos a preguntarle a la doctora si el paciente se puede ir o le colocamos la vía nuevamente. que no. dice la doctora que no es necesario, ya se la quitamos para que se pueda ir. pregunté por los resultados de la hematología y me dijo que a las dos. faltaban quince minutos. subí al laboratorio, piso 3, a buscar los resultados en lugar de esperar a que los bajasen. antes de que pudiese decir buenas noches (días), la chica en la ventanilla me dijo que, sin importar lo que me hubiesen dicho abajo, los resultados estarían listos a las dos. no antes. a las dos.

asentí, sin el menor ánimo de insistir en lo contrario. me retiré cuatro pasos hacia atrás y permanecí veinte minutos recostado a una pared, sin moverme en lo absoluto, como si temiese ahuyentar esa calma transitoria. como si se tratase de un cañón, un brazo salió con violencia por la porta sosteniendo un papel. los resultados. ondeé la bandera blanca del agradecimiento pero no recibí respuesta. el cañón simplemente volvió a su escotilla. al volver a la sala de emergencias, entregué cuentas a la doctora y ella las tradujo. muy bien, el conteo de eritrocitos del paciente ha aumentado, al igual que la hemoglobina y otras cosas más que aunque yo no entienda, son geniales para la salud.

este hombre se puede ir de aquí, dijo, no sin antes advertirme que papá debía realizarse algunos exámenes, incluyendo varias radiografías. al día siguiente, cuando mi hermana llevó al viejo a una clínica en la floresta, los rayos x arrojaron saldo de tres costillas rotas y la clavícula derecha fracturada en cuatro partes. las costillas sanan solas, la clavícula necesitaba una operación descrita como una intervención menor. pero eso lo sabríamos luego, no allí. mientras tanto, un enfermero vendría a retirar el catéter de la uretra de Pedro. le quitarían la vía del brazo y básicamente eso sería todo. recibí en mis manos los resultados de todos los exámenes practicados, la historia del paciente, récipes, y algunas recomendaciones médicas. papá podría, con mucha ayuda, ponerse nuevamente sus mugrientos bermudas mojados. era hora de devolver los juguetes prestados, de ubicar a Morillo y a Vargas, los paramédicos que trajeron a papá a este germinador de tristezas que es el hospital Miguel Pérez Carreño.

dejar una camilla de veinte mil bolívares y reclamar unas pertenencias de insignificante valor era la tarea. recorrí el edificio casi en su totalidad, quizás exagero, sin dar con el paradero de los rescatistas. fui y vine. vine y volví preguntando por ellos como quién busca a un mestizo en el caribe, sin señas particulares. en cuestión de cuarenta y cinco minutos, el resultado de mis pesquisas fue la rotunda nada. mi propensión a precipitar mis acciones, me hizo tomar la resolución de abandonar el hospital sin importar dónde quedase la costosa cama rodante. sin más prolegómenos a la huida, pedí a mi cuñado que buscase la camioneta. nos iríamos de allí de inmediato.

empujé la camilla hasta la entrada de emergencias, en donde me esperaba Iván con el motor en marcha. ya todo era cuestión de montar ese trasto inservible que era mi padre en el vehículo que nos llevaría a casa. a lo lejos, vi varias ambulancias estacionadas y decidí, como último recurso, echar un vistazo a ver si alguien sabía del paradero de Morillo o de Vargas. a decir verdad, caminé con la convicción de no encontrar nada. de hecho no recordaba nada de Morillo, excepto que era negro. sí, es algo horrible para decir pero nunca tuve tiempo de estudiar sus facciones. no había avanzado treinta metros cuando a mis espaldas la multitud se estremeció en alarma. al girar mi cuello sobre su eje, vi la camilla en donde segundos antes reposaba Pedro en posición totalmente vertical, mientras algunos corrían a socorrer a mi padre. 

confié a Iván la tarea de preparar al viejo para que, al volver yo, procediéramos a subirlo al vehículo. él fue arrimando a papá hasta una punta de la camilla, mas no contó con el efecto sube y baja que ejercería el peso al trasladarlo hacia un extremo del plano. corrí como hacía mucho no corría, intentando atajar aquel bulto en pleno descalabro y evitar que se prolongase nuestra permanencia allí. todo bajo control. no hubo daños extras. el piso estaba mojado y papá descalzo, así que antes de permitirle bajar de la camilla, sacudí sus pies y le coloqué las medias que recién me había sacado de los zapatos. abrir la puerta del carro y trasladar a Pedro. pan comido. me aseguré de que estuviese bien atado a su asiento y cerré con cuidado. 

eché a andar hacia la ambulancia hasta estar lo suficientemente cerca para descubrir a los dos paramédicos durmiendo dentro del vehículo. toqué el vidrio con los nudillos, con delicadeza al principio, con impaciencia la quinta vez. Morillo entreabrió los ojos y me hizo un gesto de camaradería en la despedida. mientras volvía a bajar las persianas, Morillo golpeó a Vargas en el hombro con el reverso de la mano. el segundo levantó un párpado y bajó el vidrio. tu camilla está allá. y las pertenencias de mi padre dónde, pregunté.

el zombie abrió la parte posterior de la ambulancia, revisó adentro y al salir extendió su mano derecha con un par de sandalias que tomé. también recibí una bolsa plástica de contenido indescifrable de donde manaba una extraña, oscura y viscosa bilis, como si sangrase o se muriera de arrechera. adentro, un sobre de encomiendas con el número telefónico al que Vargas llamó la tarde del día anterior. leí en él el nombre de la hija de la señora Margarita y, sin estudiar demasiado el caso, tiré la bolsa en un bote de basura. me dirigí a la camioneta, abrí la puerta delantera, la del copiloto, y le calcé las sandalias a papá. hizo amago de agradecer, pero cerró la boca, al tiempo que yo cerré la puerta y se quedó dormido.
 
a diferencia de las parábolas, al final no quedan enseñanzas ni redención. ni si quiera una epifanía cursi. al llegar a casa, nada cambió. papá entró a la sala con mi ayuda y también con mi ayuda se sentó en su sillón favorito, donde duerme desde hace años por problemas de espalda. a las 3:42am del 22 de julio de 2012, dio gracias al suelo, casi inaudible, mirándose las magulladuras en las rodillas. de nada, dije con el entusiasmo de quien simplemente completó su obligación lo mejor que pudo. fue la última vez que intercambiamos palabras.

nuevamente, adentro y afuera, comenzó a llover.

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