sábado, 25 de agosto de 2012

la lluvia

IX
la sangre, como esputo de un pozo petrolero, oscura y abundante, se camuflaba en la tez negra que brillaba al contacto con la luz. como si aquel hombre estuviese hecho de vinilo. mientras escribo estas líneas, sus estremecedores alaridos retumban entre las paredes de mi cabeza y nuevamente siento escalofríos. ganas de llorar y un patético despliegue autoindulgente, al recordar cómo tres balas, una en el rostro y dos en el torso, convierten a un hombre en un niño asustado, asfixiado en pánico y a merced de todo aquello que no controla. recordé la fábula del león y la astilla. las tres astillas.

quise decir algo, no sé qué, pero sólo un suspiro seco salió de mi boca mientras comenzaba, de manera casi imperceptible, a temblar. la herida en la cara, un ojal de 7 centímetros bajo el pómulo izquierdo, se estiraba en cada inhalación. se abría y se cerraba como una branquia echa a medida, cincelada con el roce del proyectil.

un médico a quien no había visto hasta ese momento, introducía un delgado cable blanco por el conducto abierto por una de las balas desde el hombro. el enfermero que minutos antes había resuelto el problema urinario de Pedro, atajó mi mirada de asco: "es una vía para que respire, porque la bala perforó el pulmón. algo muy feo. impresionante que pueda gritar así". Wilson el fuerte nunca bajó la intensidad ni de sus gritos, ni de la violencia de sus movimientos. logró acabar con la paciencia de la doctora, quien llegó al punto de zarandearlo y propinarle un par de cachetadas. cuando se dio cuenta de que no sentía sus piernas, Wilson Meza comenzó a llorar y exclamaba al mundo el por qué de sus lágrimas.

"¡dios mío! ¡no siento mis piernas, dios mío! ¡ay, dios mío, por qué!" fue el mantra que repitió hasta siempre. era una escena capaz de fracturar al carácter más fuerte. al mío, como era de esperarse, no sólo lo destrozó sino que quemó todo desde los cimientos para que nada más pudiera retoñar en aquella porción de mi alma.

una mujer canela lloraba a mi lado. la minifalda floreada y diminuta envolvía las nalgas que coronaban sus torneadas piernas y una blusa blanca, hasta las costillas, dejaba ver el abdomen apenas falto de tonicidad. de pelo ensortijado y con rasgos muy apetecibles, observaba el espectáculo, apretando en un puño un trapo ensangrentado y ostentando una lágrima petrificada en la mejilla. la expresión de su rostro era la de una de esas máscaras de demonios japoneses, la de hanya. nunca cambió hasta que un asistente se acercó al puesto de enfermeros cargando en sus manos los objetos personales de la bestia. "yo soy su pareja, démelos a mí", rompió el mutismo.

- ¿es usted la esposa o familiar?
- no, pero yo soy su mujer. yo estaba bailando con él.

tras escuchar una breve explicación de por qué era imposible que le entregasen las pertenencias del paciente, por no ser su familiar directo, la mujer abandonó la sala con un gesto de fastidio, contrariada, mientras el enfermero procedía a meter en una bolsa el inventario de objetos que incluía un iphone 4S, un reloj metálico de aspecto caro, un manojo de llaves, un paquete de cigarrillos y una pequeña fortuna en billetes de cien.

Vargas, quien se había acercado a colaborar con el herido, o eso creía yo, volvió a pararse a mi lado con una mueca de decepción, parecida a la que recién había dejado tirada la pareja de baile del baleado. "por un pelo no coroné. estuve muy lento", aceptó y no entendí.

- cuando llegan esos tipos así, esos que uno sabe que tienen dinero encima, todos se ponen las pilas a ver quien saca la tajada. si no es porque hoy el enfermero se adelantó, tuviera yo esos reales. el truco está en manejar los ángulos, sabes. que nadie te vea mucho rato cerca del herido. si son joyas grandes, o relojes, hay que sacárselos en la ambulancia. hay que quedarse con cosas pequeñas que nadie logre detallar. los anillos, por ejemplo. los teléfonos celulares no son recomendables porque los bloquean. el otro día, llegó un tipo así como éste y tenía como dos mil bolívares encima. con eso resolví la quincena y hasta llevé a la jeva a la playa.

mi cara debió haber sido un poema de baudelaire, pues el paramédico sintió la necesidad de justificarse: "hay que rebuscarse, hermano. la situación está dura". recordé que al revisar el bermuda de papá, sólo encontré las llaves de la casa, las tarjetas de crédito y no el dinero en efectivo que siempre lleva en el bolsillo izquierdo para eventualidades. miré a Vargas con una mezcla de miedo y resignación, como se mira al carroñero en la sabana, como miro a los agentes cada vez que reduzco la velocidad y bajo el vidrio de la ventana, mientras atravieso una alcabala policial. sonreí nervioso.

cuando finalmente arribó la esposa de Meza, la legal ignoró a una enfermera que pretendía explicarle los pasos a seguir para retirar ciertos artículos de su esposo. ni siquiera preguntó por las pertenencias. se dirigió a la camilla en donde Wilson se quejaba y acusaba una paraplejia que, como testigo, yo nunca llegaría a confirmar. la negra, una señora con evidente sobrepeso y cara de fatiga crónica, con parsimonia y calma limpiaba la sangre del cuello de su marido. no economizó en palabras de aliento y consolación. que ya vamos a salir de esto, mi negro, que los dos juntos, que todo va a estar bien.

"pobre cornuda ignorante", pensé con soberbia.

el neurocirujano llegó. era el mismo médico a quien había visto introducir la vía hasta el pulmón de Meza. examinó la papá, o ese remedo de él, para descartar daño cerebral. le preguntó dónde estaba, qué día era, qué le había pasado, dónde vivía y mil cuestiones más, alineadas en un larguísimo etcétera. papá mostró buen humor, como suele ocurrir cuando habla con extraños.

- ¿qué estabas haciendo, Pedro?
- tomándome unas cervecitas
- ¿cuántas te tomaste, Pedro?
- creo que dos.
- yo creo que todas, Pedro. -se volteó hacia mí- este hombre está bien. bastante ebrio, deshidratado, pero neurológicamente bien.
- mentira. yo vivo con él, es un loco de mierda -pensé-.
- llévelo a que le suturen la herida en la cabeza, lo trae nuevamente para ponerle hidratación y puedan irse a casa.

de no ser porque sabía que todo cuanto había ocurrido aquel día no era sino una grosera derrota y que probablemente algún tiempo más estaríamos allí, habría cantado victoria.
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