domingo, 12 de agosto de 2012

la lluvia

VII
mientras el personal de limpieza extinguía el charco de sangre, me volví hacia papá para comprobar si el episodio lo había exaltado de alguna manera. ni se enteró. miré a Iván, quien claramente estaba conmovido con la escena. "mierda, miguelito. vámonos. nos llevamos a tu papá de acá para una clínica o algo. Carola - mi prima, cirujana - está en saludchacao". era imposible que aquel cadaver se hallase tan pronto en descomposición, pero el olor a muerto y la conmoción, me hicieron ver aquella como una buena idea. la otra opción era la de esperar por un médico que probablemente nunca aparecería. me dirigí a la residente de turno y planteé mi inquietud.

- hay que esperar a que el neurocirujano le dé el alta. también estamos a la espera de una segunda hematología para descartar complicaciones, debido a que el paciente no colabora y no sabemos cómo se produjeron las lesiones.
- ya. pero igualmente podría llevarme a mi papá de acá, ¿verdad?
- lo haría contra opinión médica. tendría que dejar todos los resultados de los exámenes practicados y, lo que realmente le complicaría las cosas a usted, si el paciente muere o le pasa algo, sería total y exclusiva responsabilidad suya.

¿muere o le pasa algo?, me pregunté. ¿qué es algo?

con un gesto realmente humano y despojándose de esa coraza que debe vestir bajo el uniforme, colocó su mano sobre mi hombro y sonrió. "ya el doctor debe venir. no se desespere, que lo peor ya pasó". imaginé un escenario en el que papá, fanático de complicarme la existencia, se moría en el trayecto a otra parte. le di golpes en el pecho, inicié compresiones tal como lo hacen en las películas, le limpié la saliva seca de la boca y, con profundo asco, coloqué mi boca sobre la suya para darle respiración, mientras luchaba contra las arcadas que me producían el hedor del alcohol y la sangre. luego rompí en llanto furioso y lo maldije. lo golpeé mil veces más y lo maldije. él permaneció muerto, triunfal, victorioso. volví a la sala de donde nunca salí, miré a Pedro en su camilla y desistí del plan de llevármelo con su vida en un pagaré. asentí aliviado a la petición de la joven médico.

noté que era gocha, de esa gente que sin importar cuántos años pase en otro lugar, no pierde jamás su acento andino. su tez morena y el cabello liso amarrado en un moño mal hecho, le daban cierto aire a calcuta. contrariamente a lo que había supuesto, tenía una sonrisa linda y llena de calma. sus ojos, oscurísimos, brillantes, parecían confeccionados a medida para la ocasión. combinaban de manera magistral con las ojeras negro mate que chorreaban casi hasta los pómulos, acusando las noches sin dormir. cuando iba a preguntar su nombre, entró intempestivamente a la sala Gustavo González.

el señor González, al parecer, era un hombre importante y de poco verbo. entró escoltado por cuatro hombres de negro, en cuyas espaldas podía leerse "brigada motorizada", y sin mediar palabra permaneció en el suelo hasta ser atendido. apenas su camilla, improvisada de una tabla de madera, fue depositada en el centro de la sala, todos dejaron lo que hacían para desmedirse en cuidados hacia aquel hombre, prioridad de todos los demás. cuando pregunté quién era aquella persona tan importante, me dijeron que tenía el altísimo cargo de apuñalado múltiple. pude escuchar de los presentes que el cuchillo había entrado por lo menos seis veces. nuevamente el agente de seguridad de la sala procedió a desalojar el recinto, pero esta vez puso poco empeño en sacar a Iván y a mí ni siquiera me tomó en cuenta. vi en silencio el piso llenarse de rojo nuevamente.

se hizo lo posible para contener la hemorragia y reparar lo que se pudo. su estancia fue breve. imaginé que aquel señor tendría una agenda muy apretada y que su reunión en el quirófano no podría esperar. apenas hubo abandonado la sala, esta vez sobre ruedas, el tiempo comenzó a andar nuevamente. incluso el resto de los pacientes retomaron las quejas y dolores puestos en pausa. eran las 9 y 25 de la noche según el reloj de papá, que desde hacía un buen rato, y sin recordar la razón, llevaba en mi muñeca. también era hora de joder en punto. papá preguntó por sus bermudas e hizo amago de saltar de la camilla. casi sin esfuerzo, y como de costumbre, emasculé sus intentos. mi cuñado ya no estaba.

en el breve instante en que logró separar su espalda de la colchoneta, noté la cantidad de sangre que el viejo había perdido, asombrado, como quien observa la parte del iceberg que se oculta bajo el agua. recordé que en ocasiones he llegado al punto de casi perder el conocimiento por mi miedo irracional a la melaza que me inunda por dentro. siempre me ha impresionado mucho la sangre, pero algo en ese charco era distinto. era sangre negra, casi sólida, como si un nuevo ser tratase de materializarse en meiosis. tomé un pequeño coágulo y lo sostuve entre el índice y el pulgar. lo examiné, lo acerqué a mi nariz y cerré los ojos. sentí frío. hierro.

por segunda vez me quebré. Iván había salido a llamar a Mary para reconfortarla y decirle las mentiras del caso. ella le contaba a mamá, quien a su vez mantenía informado a Manuelito, mi hermano. todos estaban conectados de alguna manera. amigos y familiares llamaban o enviaban mensajes con los mejores deseos y aprovechaban para ponerse a la orden para lo que necesitásemos.

y me vi solo. en mi enorme egoísmo, me vi solo. sin nadie a quien llamar para mortificar, sin nadie que llamase a preguntar cómo estaba yo y no mi padre. puede parecer extraño pero viendo aquel reloj me sentí como esa partícula, ese engranaje suelto que siempre suena al agitar la muñeca y cuya razón uno ignora. esa pieza que aún fuera de sitio no afecta el funcionamiento del aparato. esa pieza, esa cosa que no encajaba en todo esto, era yo.

"herido de bala. por favor, todos los familiares despejen la sala". pero yo me podía quedar.

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