lunes, 20 de agosto de 2012

la lluvia

VIII
había perdido la noción del tiempo y no recordaba la última vez que había visto a Vargas o a Morillo. pregunté a un enfermero de ojos pesadísimos. era de esa gente que mira de reojo aún estando de frente, como con displicencia, si existía la posibilidad de que los paramédicos que trajeron a papá hubiesen abandonado el hospital. "no, niño. -dijo alargando la primera sílaba hasta convertirla en un chirrido grotesco que daba paso, juntas, a la Ñ y la O- con lo que gano yo en cuatro meses, no me compro esa vaina, no se tú. si esa camilla se pierde, la tienen que pagar ellos. con decirte que primero dejan al herido, antes que a la camilla. es hasta preferible explicar por qué se murió alguien que pagar esa cantidad de plata".

su risa fingida me generó alguna nausea, nada grave. la cruda verdad tras ella me revolvió un tanto más el estómago. luego de sacar algunas cuentas mentales, estimando que un enfermero ganase en promedio 5.000 bolívares al mes, entendí que aquel aparato era más un vehículo que una cama. agradecí la infomación sin despegar nunca la mano del hombro ensangrentado de papá.

aproveché nuevamente para observar aquella parihuela ataviada de palancas y barras metálicas. las  texturas que creaba la sangre seca sobre el delgado colchón eran perturbadoramente hermosas, como fractales. seguí con la vista mi dedo mientras recorría los diferentes caminos vinotinto a través del acolchado plástico. al percatarme de la humedad del mismo, me apresuré a retirar los exámenes que había puesto bajo la colchoneta, no sin salpicarme de un líquido oscuro, amarillento y turbio. era de esperarse: el catéter, previamente maltratado por Pedro, tenía una fuga y nuevamente mi padre se había meado en mí, por decirlo de alguna manera. debo reconocer que la tarea de escurrir unas hojas de papel, sin más utensilio que mis manos y la tela de mis pantalones, me distrajo un poco de todo aquello que me rodeaba.

al darme cuenta de que la bolsa al extremo del catéter rebozaba de líquido, supuse que pedir ayuda era la norma, pero no. para el enfermero, el gordito, toda una reina de la mala actitud, la petición fue, talvez, una declaración de guerra. sin mirarme, me informó que no contaban con bolsas para cambiar la usada y que debía vaciarla yo. señaló la puerta del baño y me ordenó buscar un recipiente. respiré profundo: metal y orine en mi nariz. revisé durante algunos minutos, a costa de un paciente que me había cedido el turno en el cuarto de baño. nada. me dirigí nuevamente a aquel hombre, quien se antojaba tan señorial como una boa de plumas, para encontrarme con una bofetada en tres palabras: "entonces no sé".

uno de los enferemeros de mayor rango, o por lo menos antigüedad, que había estado observando aquella conversación se dirigió hacia mí cuando notó que yo apretaba el puño y me preparaba para decir un par de verdades a la madame. me tomó del brazo con gentileza y me preguntó cuál era el problema. le dije que mi viejo estaba lleno de meados y que su colega no me estaba facilitando nada jugando a la malvada de las novelas mexicanas. el señor deformó su bigote cano en una sonrisa y me dijo que sí habían y que me buscaría una bolsa. con total maestría y en cuestión de segundos, logró cambiar el depósito del catéter y tiró a la basura aquella otra bolsa inmensa que parecía llena de un tecito de esos que tanto aborrezco. agradecí con humildad y una improvisada reverencia. miré de soslayo al gordo y creo haberle dicho, en voz muy baja, hijo de puta.

aquel episodio de refacción me impidió darme cuenta de los gritos que se escuchaban desde hacía algunos minutos. esta vez no venían de un paciente malherido o de algún familiar desesperado. se trataba de una mujer policía que sin el uniforme, tres tallas más pequeño, pasaría por una doña cualquiera, de esas que va por las tardes a la panadería a comentar el último chismecito con la excusa de comprar pan. con vehemencia brutal, interrogaba a un joven como si de su respuesta dependiera el destino de la humanidad. su desazón no pudo ser mayor ante la poca colaboración de aquel veinteañero, mototaxista y residente de la zona.

- ¡dime quién te dio el tiro, pues! si tú crees que no te van a rematar porque conoces a medio mundo, estás muy equivocado. los he visto como tú, más guapos y valientes, y al final toditos se acuestan. - por efecto de las balas, intuí - y ese tiro que tienes te va a dejar cojo, oíste. ¿cuándo has visto a un cojo respetado, ah? dime, anda. ¡ya no eres nadie! al menos sálvate y dime quién fue.

el casi rengo, adolorido y con una mano en el glúteo, no dijo nada.

la mujerona se apartó y lo desahució con un gesto de resignación. "tú verás", se despidió. allí quedaron tres oficiales de la policía nacional haciendo sus propias e infructuosas indagaciones. el rengo nunca abrió la boca. estaba ido, pensando en otra cosa que no atiné a descubrir si se trataba de la bala que tenía en el cuerpo, o si de ahora en adelante iba a poder cambiar las velocidades de su moto con normalidad. "el quirófano está listo, vamos". dos enfermeras y un policía escoltaron al mudo fuera de la sala.

Vargas se hallaba parado a mi lado. no lo había visto llegar. preguntó cómo iba todo y le dije que igual, que el neurocirujano estaba perdido en acción. chasqueó los dientes con hastío y encorvó la espalda mientras introducía sus manos dentro de los bolsillos del pantalón. sin nada mejor que hacer, se quedó allí conmigo. pregunté por Morillo y me dijo que dormía en la ambulancia, que estaban (de turno) redoblados y que desde hacía dos días no dormían arropados y en sus camas. Vargas me confesó que a veces era mejor, porque a su novia le gustaba salir a pasear y hacer cosas juntos. "yo lo que llego es a la casa con ganas de dormir y la jeva lo que quiere es que si cariñito y que si vamos al cine y que si vamos a bailar. una ladilla". puse mi mejor cara de colega y pretendí entenderlo. "una ladilla", agregué con un pincel.

interrumpiendo un silencio de no más de cuarenta segundos, el agente de seguridad hizo lo acostumbrado. despertó a los familiares que dormían en el suelo, junto a las camas, y los conminó a salir del cuarto. con el pie, incluso, se atrevió a remover a una señora de sueño pesado. "vamos, doñita, no se puede quedar ahí". un nuevo baleado llegaría al sitio. se trataba de un hombre negro, altísimo aún estando acostado, de contextura gruesa y un abdomen abultado como el de un jugador de softbol de fin de semana. a éste lo cargaban entre seis y pesaba media tonelada a juzgar por el terrible esfuerzo de los socorristas.

las preguntas ¿cómo te llamas?, ¿sabes dónde estás?, ¿qué te pasó? encontraron como respuesta unitaria rugidos terribles, que salían desde lo más oscuro de su garganta, como orcos desde mordor. la voz era distorsionada y grave como su estado físico. entre varias personas lograban dominarlo a ratos para luego sucumbir a la fuerza bruta de aquella bestia herida. tras inmovilizar la cabeza gigante rasurada al rape, con una suerte de llave grecoromana, la enjuta doctora, la gocha, logró al fin una respuesta inteligible. wilson meza.
IX

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