lunes, 6 de agosto de 2012

la lluvia

VI
con una leve inflamación de los párpados y ese rímel invisible que es la tristeza recorriendo el contorno de mi cara, respondí al vigilante: "sí, hermano, todo bien. gracias". el guardia asintió como si temiese quebrar algo en algún movimiento. con cautela esperó alguna palabra más. al tiempo que me estrujaba los ojos con una de las mangas del suéter, pregunté por agua.

*
no había comido nada desde las diez de la mañana, antes de salir de casa rumbo a los palos grandes a visitar el mercadito de los sábados. allí unos amigos tienen un puesto en donde venden libretas de papel reciclado muy bonitas. compré cuatro, aunque con una hubiese bastado. recuerdo haber estado a punto de despedirme, cuando no sé por qué razón decidí quedarme a esperar la lluvia. ignoro si se trataba de truenos o era el rugir de la jauría que desde el cielo vendría a modernos la piel. 

nos refugiamos bajo el toldo mientras veíamos el agua correr bajo los pies, en un riachuelo que pronto se convirtió en caudal de considerable potencia. con los pies envueltos en la cataplasma de algodón y barro que eran mis medias, y ahogado por la humedad, decidí salir a bailar en la lluvia. bailé y entoné alguna estúpida canción mientras el público me miraba sonriente, como recordando sus propias danzas infantiles. ellos, no yo, eran un espectáculo melancólico y triste de ojos moribundos. 

una vez me hube marchado, tras ayudar a recoger el toldo, la mesa y un par de cajas llenas de mercancía, me supe empapado. bajé por la boca del metro y sentí a la ciudad llamarme de vuelta. presentí una maldad próxima, algo de eso que llaman pálpito o presentimiento. supuse que eran los primeros síntomas de la gripe instantánea. me puse los audífonos y abordé el tren. fue un viaje breve. llegué a casa, tomé una ducha de veinte, treinta minutos quizás y justo cuando me preparaba algo para almorzar, recibí la llamada que habría de dar inicio a mi participación en esta historia.
 *

eran al rededor de las nueve de la noche. pregunté si sabría dónde hay un bebedero o alguna maquina expendedora de agua. no de jugo, no de refresco, de agua. el vigilante negó con el semblante derrotado de quien se acostumbra a la carencia. me pregunté si algún día yo desarrollaría aquella expresión y no supe contestarme.

- No, compa. aquí no hay, tiene que salir a comprar en la máquina que está al doblar la esquina. el problema es que lo dejen entrar de nuevo.
- ni hablar, ni de vaina. no puedo salir. tengo que estar pendiente a que llegue el doctor.
- pero si quiere le hago el favorcito. usted me da un potecito y yo se lo lleno. es para usted o para el paciente?
- ambos. no tengo pote.
- no se preocupe. yo le lleno una botella de plástico, de las grandes y si quiere después me ayuda con algo.

aquel episodio me llevó a darme cuenta de que estaba jodido. en algún nivel introspectivo estoy, presente, jodido. la insistencia en la buena acción de aquel hombre cuya edad rondaba los cincuenta años, me hizo dudar, desconfiar y, ulteriormente, advertir alguna trampa.

incluso llegué a pensar en algún cartel clandestino de tráfico de agua potable traída desde una locación indeterminada y revendida a precios petroleros. con un ademán amable y miserable, de esos que hace la gente a los que limpian parabrisas en los semáforos, le dije que no se preocupara. no faltaba mucho para salir del hospital, agregué. "no se preocupe. por acá estamos". mientras se alejaba, me sentí avergonzado. no digo que siempre haya visto al prójimo con demasiada simpatía pero recientemente, y por razones que no vienen al caso, he tenido algunas dificultades para confiar en la gente y otras cosas. sé que alguna conexión, algo en mí, se quebró quién sabe cuándo.

jodido, volví a la sala sin noticias y vi a papá envuelto en el suéter de Iván. yo conservaba el mío y Pedro ya no temblaba de frío. Mi cuñado preguntó si no sabía nada nuevo. no. miré su suéter sobre papá con envidia secreta y no sé aún si admiraba aquel abrigo impecable de los medias rojas o recordaba el desplante de mi padre minutos atrás. siempre he sabido que el requisito único e imprescindible que se debe poseer para recibir el favor de Pedro es no ser familia suya. nunca advertí hasta ese momento que para pedir ayuda las mismas calificaciones aplicaban. cosas del viejo.

advertí que la sala estaba repleta de gente uniformada y no adiviné curanderos entre tantos policías. un agente de seguridad del hospital, con la calma y el aplomo de un acomodador de cine al final de la función, desalojaba a los familiares en vigilia de la sala de emergencias. antes de tener oportunidad de inventar alguna excusa por la cual yo debía permanecer allí, alguien detrás de mí me apartó de un manotazo. una estela de sangre y el sonido de las botas de los paramédicos me rebasó por la izquierda. postrado en el puesto de enfermería reconocí nuevamente el olor a óxido férrico corroyendo mis amplísimos conductos nasales. "¡herido de bala! ¡permiso, un tirotiao!"

sería el primero. no supe su nombre, no tenía. entró desnudo de ropas y de conciencia. un par de hilos oscurísimos salían desde un agujero ubicado justo debajo de su clavícula derecha para convertirse en edredón sobre la camilla. los ojos blancos sin iris ni pupila, y mi temible agudeza para lo inapropiado, me hicieron recordar aquellos titulares de prensa que advertían de ladrones que despojaban a las víctimas de sus córneas para venderlas. un segundo hoyo a nivel de la boca de su estómago selló cualquier atisbo de hambre dentro del mío.

aquel hombre de veintitantos años vestía una piel curtida a moretones. la aleatoriedad de sus espasmos musculares imitaba a la perfección el dolor de los que aún no mueren pero quisieran.  sudaba, incluso, y exageraba la salivación. aquel brillante actor logró engañar a todos. de no ser por su inhabilidad para respirar habría burlado incluso a doctores y enfermeros. tres palabras vinieron a desbaratar un mito: "éste llegó muerto". resulta que si los difuntos disimulan lo suficientemente bien, pueden ingresar en emergencias como si estuvieran vivos.

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